Me vendieron a una red de trata de seres humanos del sureste asiático
Mi tragedia, hasta hace pocos meses, ha sido el aburrimiento. Me he aburrido toda mi vida. Nací domingo por la tarde, a la hora del telefilme, y la primera bocanada de aire ya contenía el veneno de presentir un mundo constreñido por el tedio como por una serpiente pitón. Durante los intranscendentes meses de bebé ni siquiera lloré, y según dicen, mi cara era la exacta expresión de un vigilante nocturno de la Finlandia septentrional en las interminables y descorazonadoramente insulsas noches de invierno.
De niño mis padres intentaron motivar mi curiosidad empujándome frenéticamente a todo tipo de actividades amenas y socializantes (dibujo, manualidades, flauta, natación, danza, esgrima, caza y pesca, striptease
), consiguiendo, contrariamente a lo que pretendían, elevar mi capacidad de aburrimiento incluso en medio de las más dinámicas y supuestamente amenas tareas. De modo que a la edad de catorce años me vendieron a una red de trata de seres humanos del sureste asiático, con la noble esperanza de que allí, sufriendo los límites de la desesperación humana, descubriría un atisbo de intensidad vital, el fulgor de una breve llama de inquietud. Todo fue inútil. Cuanto más me humillaban y torturaban, más carente de interés me parecía todo. Me tenían dieciséis horas trabajando en un taller clandestino de ropa deportiva de marca, manipulando telares ruinosos que continuamente me pizcaban los dedos. El dolor, que se alargaba semanas y meses, se convirtió en la forma perfecta de la monotonía, en el mortecino himno de mi existencia, sobrellevada como una herencia divina incuestionable. Varios años (y algunos dedos menos) después, la policía de Bangladesh me liberó y me repatriaron a España. Volví a encontrarme en un lugar hostil, donde nada parecía tener sentido (y quizá en esta ocasión la sensación no era solamente culpa mía), y el gobierno me incluyó en un grupo de terapia conductista con la esperanza de redimir mi supuesta maltratada existencia. Mi terapeuta, después de un arduo esfuerzo por desentrañar mis patrones de pensamiento y las experiencias del pasado que seguían influyendo en mi conducta, tuvo que reconocer que no había nada dentro de mí sino un mudo y vacío abatimiento, y prescribió que lo más conveniente era que me casara para conocer de verdad una tensión cotidiana recalcitrante e ininteligible. Se ocuparon de todo. Una abnegada funcionaria del Ministerio de Igualdad contrajo matrimonio conmigo a cambio de un plus en especie, consistente en un cambio de sexo cuando su comisión de servicio hubiera terminado. Y nos trasladaron a Villena porque, según los servicios de inteligencia del gobierno, es el único lugar del mundo donde es imposible aburrirse, ya que incluso su M.I. Ayuntamiento es capaz de inmolarse para tratar de mantener entretenidos a sus afortunados ciudadanos. Nada más llegar nos dimos cuenta de que aquel lugar era completamente diferente. Mi terapéutica esposa, más allá de las irritantes funciones que le competían, descubrió un mundo de inacabables e imaginativos chismorreos, y se olvidó de hacerme infeliz. Y dentro de mí algo creció, como un ave fénix que renace de las oscuras cenizas del aburrimiento, empujándome a involucrarme en todo tipo de asociaciones y plataformas ciudadanas, llegando a la máxima exaltación cuando me entregué a participar a tumba abierta en los foros de los medios de comunicación de la ciudad. Y ahí estoy, vestido de seudónimos, cabalgando hacía el más estrambótico y majadero alborozo.