Apaga y vámonos

Medalla de Oro de la desfachatez

En el momento de escribir estas líneas, los resultados de las Olimpiadas de Pekín no pueden ser más extraordinarios, pues no sólo hablamos de un rotundo éxito organizativo, sino que se están cumpliendo a rajatabla los Principios Fundamentales del Olimpismo, que abogan por “el respeto por los principios éticos fundamentales” y la “preservación de la vida humana”.
Y en lo meramente deportivo, no digamos: los activistas chinos por los Derechos Humanos han ganado el maratón de la ignominia –encarcelados y puestos bajo estricta vigilancia como prisioneros en sus propios hogares– y miles de ciudadanos chinos han descubierto lo “sano” de la vida en el campo al ser “barridos” como parte de los esfuerzos de “limpieza” de la ciudad de Pekín antes del comienzo de los Juegos, mientras que a los que se han quedado se les ha impuesto una mordaza que bien recuerda a las máscaras de las pruebas de esgrima: Shangai ha prohibido a los activistas hablar con extranjeros bajo pena de prisión, no sea que les dé por informar de la realidad china.

Mención especial merece el capítulo de récords, que no son pocos: de hecho, nunca jamás se había intentando censurar a tanto periodista al mismo tiempo, como han podido comprobar miles de enviados especiales de todo el mundo, a quienes se les ha prohibido la entrada en Nepal o informar sobre asuntos “sensibles” como las constantes violaciones de los Derechos Humanos, y se les ha llegado incluso a restringir el acceso a Internet. Afortunadamente, eso sólo les pasa a los periodistas extranjeros. Los chinos, directamente, trabajan con censura previa, y muchos de ellos están en la cárcel por informar acerca de lo que al Régimen no le gusta que se hable.

La Medalla de Oro, no obstante, la ha ganado China al ser el país con mayor número de ejecuciones en el mundo, aunque las autoridades se niegan a revelar al mundo el número de sentenciados a muerte y ejecutados: es un secreto de Estado. Para hacerse una idea, basta con saber que hasta 68 delitos están penados con la muerte, la mayoría de ellos no violentos. Para ahorrar trámites, los inculpados no tienen derecho a abogados, no existe la presunción de inocencia, los tribunales están sujetos a la interferencia política y la ley no impide a los jueces tener en cuenta evidencias obtenidas a través de la tortura.

Mientras tanto, el mundo aplaude y ríe las gracias de la que será la mayor potencia en un plazo de unos 20 años. Nunca jamás se ha dado tal concentración de personalidades políticas en unas Olimpiadas, incluido el mismísimo George Bush, que se permitió reprender tímidamente a los chinos sin que se le cayera la cara de vergüenza recordando Abu Ghraib o Guantánamo. Y junto a Bush, el resto de dirigentes mundiales. Los mismos que, con razón, han criticado o critican las dictaduras cubana, coreana o irakí y las teocracias de Irán y los Talibanes, y que sin embargo pierden el culo por el petróleo de Arabia Saudí (el primero, el Rey de España) o el totalitarismo comunista chino, porque al fin y al cabo es el mayor cliente comercial de todas las democracias occidentales y ya se sabe: el cliente siempre tiene razón.

Meditación: No deja de ser curioso que quienes han puesto el grito en el cielo porque el Comité Olímpico Español ha recomendado a nuestros atletas no hacer pronunciamientos políticos durante los juegos, y se dan golpes de pecho reivindicando la libertad de expresión, sean los mismos que montaron un tremendo cirio cuando el futbolista catalán Oleguer Presas hizo públicas sus opiniones políticas.

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