París, 7 de enero de 2015. A primera hora de la mañana de ese miércoles, dos hombres enmascarados que portaban, entre otras armas, sendos fusiles de asalto, entran en la redacción del célebre semanario satírico Charlie Hebdo (para entendernos, como nuestro El Jueves pero en francés y, a decir de algunos que lo conocen de primera mano, mejor). Al grito de “Al·lahu-àkbar” (“Alá es el más grande”), dispararon contra la plantilla de la publicación matando a doce personas -entre ellos, cinco dibujantes: Jean Cabut ‘Cabu’, Stéphane Charbonnier ‘Charb’, Bernad Velhac ‘Tignous’, Georges Wolinski y Phillipe Honorée- e hiriendo a otros once empleados; en su huida posterior también acabarían con la vida de un oficial de la Policía Nacional francesa. Los asaltantes -identificados después como los hermanos Chérif y Said Kouachi, de 32 y 34 años- se proclamaron como pertenecientes a la rama de Al Qaeda en Yemen, que asumió la responsabilidad del atentado. Durante los dos días siguientes se producirían más tiroteos en la nación vecina, en los que hubo que lamentar otras cinco víctimas mortales además de otros once heridos.
Esa misma mañana del miércoles 7 de enero, a Catherine Meurisse no le sonó el despertador. Y cuando por fin salió de casa, perdió el autobús de línea que pensaba coger, por lo que tuvo que esperar hasta que pasó el siguiente. Debido a estos imprevistos, enseguida tuvo claro que iba a llegar tarde a la reunión semanal del consejo de redacción de Charlie Hebdo, del que formaba parte desde hacía una década; y gracias a ese capricho del azar, esta ilustradora que lo mismo publica libros infantiles que viñetas de humor gráfico salvó su vida. Tan caprichosa circunstancia, que le cambiaría la vida a cualquiera, provocó que Meurisse cayera en una profunda depresión y sufriese un proceso de disociación psicológica que la mantuvieron sin dibujar durante un buen tiempo... hasta que, decidida a exorcizar sus demonios interiores, terminó por parir una novela gráfica inspirada en tan dramático acontecimiento.
Con esta su nueva obra, a la que tituló La levedad y que con toda lógica es decididamente autobiográfica, Meurisse reincidía en un tema que se ha venido repitiendo a lo largo de la Historia: el poder curativo del arte. Así, esta autora nacida en 1980 y que, además de en Lenguas Modernas, es licenciada en Historia del Arte -y vaya si se nota- identifica dos categorías estéticas fundamentales, como son las de belleza y verdad; y suma un tercer factor a la ecuación que podría extrañar a quienes pecan de solemnidad y podría llegar a ofender a quienes hacen de la corrección política su principal estandarte: el humor. En efecto, el poder sanador de la risa -esa que estudió Henri Bergson y que el fanatismo fundamentalista no parece alcanzar a comprender- está muy presente en una obra como La levedad, cuyo relato discurre con una naturalidad pasmosa hasta su catártica conclusión y termina por hacer de ella una lectura indispensable.
La levedad se publicó en Francia un año después de los atentados, vendiendo más de ochenta y cinco mil ejemplares y logrando el premio Wolinski, bautizado así precisamente en homenaje a uno de los autores asesinados por publicar caricaturas de Mahoma y chistes sobre el Islam. Y no tardó mucho en llegar a nuestras librerías, pues ya en 2017 aterrizó aquí la traducción al castellano; pero confieso que ante lo trágico de los sucesos que la inspiraron no me había animado a acercarme a ella hasta hace un par de días. ¿Y por qué la he leído precisamente ahora?, se preguntarán. Pues porque acaba de publicarse el nuevo cómic de Catherine Meurisse, y la satisfacción que me ha producido su lectura consiguió paliar cualquier prejuicio ante la que es sin duda su obra más celebrada.
En efecto, Los grandes espacios -que así se titula su creación más reciente- es uno de los cómics más deliciosos de la temporada. Y no podía ser menos tratándose de un viaje mental a lo que según el poeta Rainer Maria Rilke es la verdadera patria de un hombre: su infancia. Y es que los grandes espacios a los que alude su título son los de la parcela familiar que los padres de la autora, siendo esta una niña, heredaron y se decidieron a reformar para vivir apartados de las grandes urbes. Un espacio rural que Meurisse convierte, una vez más, en un museo tanto de vivencias cargadas de nostalgia como de objetos estrafalarios pero extraídos de la realidad, y lejos por tanto de la fabulación extrema de un Raymond Roussel y su Locus solus. Y es que Meurisse consigue el milagro de exponer la madurez alcanzada como persona y como artista, y que le ha llevado a ser tan fanática de Proust como de Caravaggio; a la vez que logra conservar una aparente ingenuidad más propia de la niñez tanto en la expresión de los sentimientos como en el propio trazo. El resultado, tan lírico como ecológico, es, insisto una vez más, una absoluta delicia.
La obra de Meurisse que sí leí en su día, y así lo glosé en una columna como esta, fue La comedia literaria. Pero dado que aquel texto todavía no ha sido recuperado en la versión actual de El Periódico de Villena me permito autocitarme hoy con el objetivo de que una obra tan recomendable como aquella no caiga en un inmerecido olvido: “Meurisse repasa la historia de las letras galas desde la Edad Media hasta el siglo XX: desde los cantares de gesta hasta las peripecias de Proust y los cenáculos intelectuales que frecuentaban Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, pasando por Rabelais, los ensayos de Montaigne, las fábulas de La Fontaine, los autores de la Enciclopedia y los grandes novelistas del XIX como Balzac y Flaubert. Esto, por citar solo algunos de los muchos ilustres protagonistas de un cómic divertidísimo y, no a pesar sino precisamente por ello, muy educativo”. En efecto, La comedia literaria es otra ocasión más en la que Meurisse se aproxima a la Alta Cultura sin utilizar reclinatorio; y se me antoja una obra que merece ser leída tanto como los otros dos álbumes comentados antes... e imagino que los que están por venir, y que la editorial Impedimenta -que es quien viene publicando toda su obra en nuestro país- ha anunciado que irá poniendo a disposición del lector patrio: Le pont des arts, sobre las relaciones tormentosas entre los grandes nombres de la literatura y la pintura del país galo; Savoir-vivre ou mourir, sui géneris manual de buena conducta con prefacio de la recientemente fallecida Claire Bretécher; y Moderne Olympia, a propósito de una comedia musical que se representa en el Museo de Orsay. Como parece intuirse por sus títulos, podría tratarse de nuevos capítulos de una suerte de autobiografía in progress marcada por la impronta de la literatura y el arte pictórico en la experiencia personal.
Y ya que hablamos de literatura: llegado este punto, conviene recordar que una metonimia es una figura retórica que consiste en el empleo de una palabra o realidad para designar a otra con la que aquella mantiene una relación. Y entre las distintas clases de metonimia, además de las más comunes (el todo por la parte y viceversa, el continente por el contenido y al revés), también se encuentra la del autor por la obra. A este respecto, la Ortografía de la lengua española de la RAE matiza: “Cuando el nombre de un autor, sea completo, sea solo el apellido, se utiliza para designar cada una de sus obras, debe mantenerse la mayúscula del antropónimo”. Aclarado esto, y obrando como con los numerosos escritores y pintores citados en sus viñetas, solo me queda aconsejarles que no hagan como yo ni esperen a que esas obras todavía inéditas se publiquen aquí. Es más: eviten posponer ni un minuto más la lectura de cualquiera de los tres títulos que les recomiendo hoy. Pongan un Meurisse en su vida; o mejor, tres Meurisses.
La levedad, Los grandes espacios y La comedia literaria están editados por Impedimenta.