Testimonios dados en situaciones inestables

Mi cuerpo era una enorme tolva que canalizaba masas de grava mezclada con sangre

Todo el mundo te dice que tienes que querer a tus hijos, que una madre debe querer a sus hijos por encima de todo, que si les quieres sin reservas crecerán sanos y llenos de confianza y el día de mañana serán unas personas buenas y agradecidas. Yo solamente tuve un hijo, un niño que anunció su venida pellizcándome desde dentro del vientre, durante un embarazo largo y un parto doloroso que no se acababa nunca.
Mientras le llevaba en mi interior empecé a soñar que yo era una enorme tolva que canalizaba masas de grava mezclada con sangre. En el sueño sentía todo mi cuerpo vapuleado desde dentro por los guijarros como si el planeta entero tuviera que pasar por mi interior para ser pulverizado y devuelto al espacio en forma de casquijo cósmico. [Pausa.] Nada más nacer me miró bizqueando los ojos, señal que presagiaba una relación fracturada y asimétrica. Para darle a la historia más contenido mítico, su padre murió cuando él tenía pocos meses, y nos quedamos solos, él, con su boca cercada de rojeces y grietas supurantes, y yo, con mi pecho agrio anhelando una respuesta que no fueran mordiscos, frente a una historia amenazante que bailaba a nuestro alrededor mientras susurraba “tal vez el amor no siempre se paga con amor”. [Pausa.] Yo hice todo lo que se supone que se debe hacer para que él sintiera mi amor, le abracé, le acaricié, le cuidé, pero al mismo tiempo no podía dejar de sentir un escalofrío ante sus gestos helados, sus desafiantes miradas y sus monosílabos afilados como flechas. Y así fueron llegando uno tras otro los años de su infancia, como una horda de salvajes cada vez más exigentes. A los seis años despegaba mis fotos de los álbumes y las garabateaba y escondía en lugares mugrientos; a los ocho dibujaba monstruos que se comían a sus compañeros de colegio; a los diez me robaba monedas de la cartera y las gastaba en petardos que hacía explotar dentro de botes con saltamontes; a los doce me pegó por primera vez; a los catorce empezó a ignorarme; a los dieciséis pasaba todo el día fuera casa; a los dieciocho se dejó crecer el pelo y la barba hasta quedar oculto al mundo. A partir de ahí, el tornado de nuestras emociones cogió la costumbre de arrasar nuestras vidas como forma de supervivencia; al menos para mi corazón, que era una trituradora que molía la realidad y mis deseos de afecto para formar un cemento que yo utilizaba para soldarme ferozmente a los días. [Pausa.] Yo vi la mochila bajo la cama la mañana de la explosión. No la toqué para evitar un enfrentamiento violento y, ahora lo sé, para evitarme una sorpresa inimaginable para una madre. Cuando salió de casa con ella, él me miró severamente, pero en el brillo de sus ojos creí ver una ligera intención de explicarse, y tuve la sensación de que por primera vez no se alegraba de hacerme daño. [Pausa.] Vi las imágenes de la explosión en el telediario de las tres, una nube naranja y amarilla como una fruta que crece y madura y se pudre en segundos, y supe que en el centro de esa fruta casi bíblica estaba él, negando una vida a la que nunca se acostumbró. Le odié con todo mi amor, y hubiera dado mi vida por estar allí, a su lado, abrazándole para protegerle de sí mismo.

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