Mi cuerpo y mi familia se han ido entroncando en una llaga cada vez más profunda
Tengo a mi familia unida a mí por el pecho. Esta anomalía de nacimiento ha ido creciendo año tras año hasta impedirme llevar una vida normal. Mi cuerpo y mi familia se han ido entroncando en una llaga cada vez más profunda, con ramificaciones que se han extendido, en uno y otro sentido, hasta colonizar lugares vitales.
Este crecimiento descontrolado ha ido dejándome incontables cicatrices en forma de instantáneas y secuencias borrosas donde las figuras y los fondos se funden hasta formar una malla que no impide que el pasado salga de ellas como un tsunami y arrase este presente enfermo. Y qué puedo hacer yo, si el amor que siento por ellos es una arteria tan gruesa como un solitario agujero negro supermasivo en medio de un universo cada vez más frío y desolado. De modo que encontrar ahora una solución viable para todos parece una opción muy complicada. Quizá debería haberme sometido a la operación pertinente cuando todavía había posibilidades de lograr una amputación no fatal, una separación benigna para las dos partes, pero llegado a este punto no vale la pena lamentarse. Ahora estoy postrada, y casi sin poder moverme, sobre un lecho de pensamientos y sentimientos desbordados. Y no consigo descansar porque mis amigos no dejan de consolarme o regañarme o contarme chismorreos banales sobre todo tipo de asuntos de actualidad que en realidad no me interesan nada. Pero no puedo hacer que se callen porque mis amigos están unidos a mí por el vientre. Son una especie de apéndice con forma de flor tropical algo mustia, y tienen el defecto de reaccionar de forma muy pasional a los más mínimos cambios en mi estado de ánimo. No puedo culparles, porque sé que se preocupan sinceramente por mí y que solamente quieren que no piense de verdad en el actual estado de mis cosas; y además tengo que reconocer que les quiero de una forma un poco antigua y tontorrona y un poco como se quiere a esos perros que te acompañan toda la vida y se echan a tus pies sin pedir nada a cambio. Todo esto ya es de por sí un asunto espantosamente preocupante, pero hay que añadirle, para culminar un cuadro lamentable y sin duda nada esperanzador, que mis antiguos amantes están unidos a mí por la cadera izquierda. Y, aunque hasta hace poco casi siempre permanecían callados de esa forma un poco melancólica de los que están solos sentados en un andén esperando un tren que se retrasa indefinidamente, desde un tiempo a esta parte no hacen más que repetirme entre murmullos frases que llevaba una eternidad sin escuchar y que tienen el efecto en mí de una toxina lenta que, igual que un ácido fluorhídrico, va corroyendo mi nostalgia, órgano delicado que había conseguido mantener medio sano, pero que ahora está ennegreciéndose y llegando a ese punto de descomposición en el cual una cosa se desprende definitivamente de su definición para entrar silenciosamente en el submundo del olvido. [Pausa.] Así que, obligada por el insoportable crecimiento descontrolado de estos apéndices adheridos con rabia y desesperación a mi cuerpo, me veo empujada a someterme a una cirugía de urgencia. Los médicos, con sus tapabocas verdes y sus ceños tensionados, se inclinan sobre mí con gestos precisos y, al menos eso creo entrever yo en la profundidad de sus ojos, un halo de escepticismo. Les digo que sé que un fino hilo de tiempo separa la vida de la muerte, un fino hilo de tiempo que el mismo tiempo se encarga de ir limando, de modo que si no tienen más remedio les suplico que los salven a ellos, que yo seré el mal menor.