Mi hermano de nueve años no quería comerse la sopa de sobre fría y algo gelatinosa
Yo estaba sentada en el taburete del rincón de la cocina, el que está junto al ventanuco que da al oscuro y estrecho hueco de ventilación de paredes con manchas de humedad parecidas a meadas, liándome un cigarrillo con mucho cuidado, y en la diminuta mesa de patas medio oxidadas y contrachapado, llena de quemaduras de colillas y arañazos de cuchillos que madre se entretiene en hacer después de comer, estaba sentado mi hermano pequeño de nueve años sosteniéndose la cabeza con las dos manos sobre un plato de sopa de sobre fría y algo gelatinosa, apretando con fuerza su torcida boca porque no se la quería comer, mientras madre seguía mirándolo plantada y apoyada con su enorme trasero contra el fregadero y fumando como los mafiosos esos de las películas y tirando la ceniza de vez en cuando sobre los platos sucios del fregadero.
Me terminé de liar el cigarrillo y lo encendí. Abrí el ventanuco para que el humo se escapara por él, y una bofetada de olor mohoso me hizo tirarme hacia atrás. Dejé el ventanuco entreabierto un dedo y le dije a mi hermano que lo más inteligente era tener valor y pegarle cinco cucharadas enormes a la sopa y acabar de una vez por todas con aquello, porque era un tonto si pensaba que a madre se le iba a reblandecer el corazón y al final le iba a dejar que se saltara el plato de asquerosa sopa. Madre me dijo que cuidara mis palabras y que la sopa era de sobre del bueno y pegó un trago del vaso con vino barato que tenía sobre la bancada al lado del fregadero, y después señaló a mi hermano con la mano en la que tenía el cigarrillo y le dijo que hiciera caso a su hermana, que le llevaba un millón de hostias de ventaja y sabía muy bien lo que decía, y se tragara de una vez la sopa o se la iba a meter a la fuerza por un maldito sitio que no le iba a hacer ninguna gracia. Mi hermano se mantenía la cabeza a un palmo del plato sin decir nada ni moverse pero con una pinta claramente bravucona. Madre estaba apoyada en el fregadero con las piernas cruzadas y de la zapatilla derecha de estar por casa de color rosa asomaba por un deforme agujero su dedo realmente gordo pintado de rojo sangre. Tiré una calada por el ventanuco tratando de no respirar el venenoso tufo del hueco de ventilación. Madre, sin embargo, fumaba en la cocina sin preocuparse por la salud de mi hermano. Madre le dijo que iba a estar sentado delante del plato de sopa hasta que se lo tragara, y trató de forzarlo con el viejo cuento de que en África y en países de esos en los que no ves un puto árbol hay millones de críos que matarían por un plato de sopa como ese. Mi hermano, como hace siempre, terminó explotando, aunque en esta ocasión diciéndole a madre algo que nunca le había dicho, que era que padre la había abandonado cuando él nació porque madre es mala y gorda y fea y vieja. Madre miró a mi hermano con ganas de darle un guantazo, como hace a menudo, pero apretó la boca, estiró un poco el cuello hacía donde estaba él y solamente le dijo que su padre, al que tanto quería sin conocerlo, la obligaba a acostarse con otros hombres por diez míseros euros, y cuando se quedó preñada de él se largó como una rata diciendo que a saber de quién era el maldito bastardo, y fíjate, le gritó, a lo mejor tenía razón, a lo mejor ni era tu jodido padre; y después madre cogió su vaso de vino barato y se fue al salón a ver la telenovela y a llorar, mientras mi hermano se quedaba mirándose en la sopa como en un espejo.