Mi marido murió y ahora subsisto con una ridícula pensión de viudedad
Llevo viviendo en este piso más de cincuenta años, y ahora que soy una vieja y que desde la muerte de mi marido hace seis años estoy sola y subsistiendo míseramente con una ridícula pensión de viudedad; ahora que me falla la vista y el oído y las piernas y me cuesta horrores subir las escaleras sorteando las barras de acero de refuerzo hasta este tercer piso ruinoso y sin ascensor; ahora que hace frío y que no tengo adónde ir porque no tengo hijos ni familia; ahora, en definitiva, que ya no sirvo para nada, quieren dejarme en la calle, prácticamente abandonada al lado del contenedor de la basura.
[Deja una caja de zapatos al borde de una barra de refuerzo que hay pegada a una columna, en el oscuro pasillo de paredes enmohecidas.] Y todo el asunto es porque pago un alquiler de renta antigua y además soy la única inquilina que queda en el edificio, que como puede ver es un desastre que se cae a trozos porque el propietario lo ha dejado de la mano de Dios para deshacerse de mí y poder venderlo, ya que, aunque los tiempo son malos para todo ese asunto de construir, está en el centro de la ciudad y aquí cualquier metro cuadrado para edificar sigue valiendo una burrada. [Regresa a la pequeña salita donde hay otras siete u ocho cajas de zapatos sobre la mesa de camilla.] No conoce usted al niño asiático del bazar de la esquina. Es un muchacho de unos doce años, simpático y muy despierto, que me ayuda con las bolsas de la compra y que me enseña todo tipo de cosas. No se puede imaginar lo listo que es y las cosas que es capaz de hacer. Ayer, por ejemplo, estuvimos trabajando toda la tarde, solamente porque está dispuesto a hacer lo que sea para ayudarme. [Coge otra caja de zapatos y va renqueante a la habitación contigua, donde la deja en un rincón.] El propietario, por cierto, es un tipo gordo y repelente que debe tener unos sesenta años y que heredó un fortunón de su padre, pero que parece ser que se lo está fulminando sin contemplaciones. [Llega a la salita y se detiene un momento delante de las cajas de zapatos para recuperar fuerzas.] Pero yo tengo mi orgullo, y he puesto una condición para el desahucio: que él y su mujer, que es una de esas jovencitas buscavidas que tratan de imitar patéticamente a las modelos de las revistas, vengan mañana a mi casa y se tomen un civilizado café conmigo en esta misma mesa de camilla. Como están desesperados, se han comido el orgullo y han aceptado de inmediato. [Abre una caja de zapatos, y se ve una extraña masa grisácea parecida a mantequilla rodeada de cable eléctrico y coronada por una especie de despertador con una luz roja.] ¿Ve lo que le decía del niño asiático? Je, je; y hechas con cuatro cosas, de las que cualquiera puede comprar por ahí. [Vuelve a cerrar la caja, y después saca del bolsillo un viejo móvil.] Cuando estén aquí, tomando tranquilamente su café, solamente tengo que apretar * más #. [Se guarda el móvil en el raído batín.] Creo yo que hasta una vieja tonta, que ya ha vivido lo suficiente, es capaz de hacer eso sin equivocarse.