Mi marido no hacía otra cosa que llamar por teléfono y poner reclamaciones
Mi marido es un cabezón. Quiero decir que es un hombre testarudo, y cuando se le mete una idea en la cabeza, ya no hay forma de sacársela de ninguna manera. Como ejemplo le contaré el último enredo en el que se ha visto envuelto por su tozudez. Resulta que hace unos seis meses empezamos a tener problemas con la compañía de telecomunicaciones que nos proporcionaba el servicio de ADSL.
Durante los tres meses siguientes la conexión a internet sufrió constantes bajadas de velocidad y cortes inoportunos. Mi marido no hacía otra cosa que llamar por teléfono y poner reclamaciones, que nunca parecían conseguir que cuajara el proceso adecuado para la solución del problema. Al final, harto de que las desapasionadas voces pregrabadas del servicio telefónico de atención al cliente lo guiaran a través de un laberinto de órdenes un poco simplonas y deprimentes hasta dejarlo exhausto a los pies de un agente comercial sospechosamente contento de intentar ayudar al desesperado usuario del servicio, pero sin conseguirlo por razones misteriosamente esotéricas, mi marido decidió solemnemente darse de baja. Él había aguantado esos tres meses de suplicio, en vez de dar por terminada la relación contractual a la más mínima insatisfacción, porque, además de ser un cabezota redomado, tiene un extraño concepto de la lealtad, y el hecho de que lleváramos muchos años con la misma y dichosa empresa suponía para él un compromiso moral mucho más fuerte que cualquier papel impreso. El trámite para darse de baja fue una prueba de autoestima para él, con los habituales cambios de agente comercial y los reiterativos y un poco fascistoides interrogatorios sobre los motivos, responsabilidades e inconvenientes de tan desafortunada decisión. Pero el punto álgido y desquiciante del proceso de baja llegó cuando el (quizá) último agente comercial con el que estaba (quizá) consumando el martirio de la rescisión del servicio de ADSL le comentó que debía devolver el router. [Pausa.] Toda la profunda naturaleza paciente y dialogante de mi marido se vio convulsionada por un arrebato de ira justiciera, y le dijo a aquel agente comercial que, después de tantos años de leal sumisión a la empresa y considerando la evidente amortización económica durante ese tiempo y la improbable reutilización comercial de aquella casi obsoleta caja minúscula e infame de plástico negro, calificaba de falta de respeto intolerable un requerimiento de esa naturaleza, y se negó en redondo a devolverlo. [Pausa.] De inmediato saltaron por el aire los cristales de varias ventanas de casa y entraron unos individuos pertrechados con la típica indumentaria militar de los cuerpos especiales, pero mi marido cogió el router del mismo modo que un jugador de rugby coge el ovalado balón bajo la axila, dribló a varios de aquellos energúmenos y saltó por la ventana del tragaluz. [Pausa.] Durante los tres últimos meses no había sabido nada de él, pero hoy, dentro de una galleta de la suerte de un paquete de galletas comprado en la recién abierta tienda 24 horas de la esquina regida por un vecino oriental muy amable y sonriente, venía una escueta nota que decía que había recorrido medio mundo y que había asumido una identidad nueva tras someterse a innumerables operaciones de cirugía plástica, pero que no me preocupara porque el router estaba irreprochablemente oculto y a salvo en un lugar recóndito y seguro.