Mi marido trabajaba en una agencia secreta dedicada a investigar nuevos fármacos
El asunto es realmente delicado, incluso tiene usted que saber que me arriesgo mucho al contárselo. Hay mucha gente desaparecida; literalmente, ¿me entiende? [Su voz suena mustia, como deshidratada.] Y es una historia que cierta gente quiere que siga oculta y bien controlada. Se sorprendería de lo que algunos son capaces de hacer para mantener, digámoslo así, el sistema bajo control; hay gente verdaderamente poderosa detrás del asunto.
Por eso tiene que entender que omita los detalles que podrían comprometerme. [Está sentada en una solitaria silla con las piernas muy juntas. Su vestido es largo y negro, impersonal. La luz de la única lamparilla le ilumina de hombros para abajo, dejando su rostro oculto bajo una oscura sombra. Su mano derecha juguetea con el anillo que lleva en el dedo anular de su mano izquierda.] Mi marido trabajaba en un organismo secreto financiado por los principales gobiernos del mundo, una agencia dedicada a investigar nuevos fármacos para utilizar en humanos en situaciones complejas y, digámoslo así, quizá no del todo legales. Los fines eran, tal y como siempre se etiquetan estos casos para evitar intromisiones, de alta seguridad militar. Allí había decenas de laboratorios, cada uno ocupado de una investigación particular. Y entonces ocurrió algo inesperado. En uno de ellos se consiguió de forma casual un fármaco extraordinario, un medicamento que convertía a la gente en personas inmaculada y sinceramente buenas, en personas que eran incapaces de hacer daño a nadie, ni siquiera bajo tortura, personas que compartían lo que tenían sin esperar nada a cambio y que ayudaban instantáneamente a quien lo necesitara sin importarles el esfuerzo o dinero que tuvieran que emplear. Y además, después de un breve y sencillo periodo de tratamiento, el efecto era definitivo, aquellas personas ya eran buenas para siempre. Se hicieron pruebas incluso con criminales peligrosos, y los resultados hacían saltar las lágrimas de esperanza, decía mi marido. Allí había, por fin, algo objetivamente bueno, que podría salvar a la humanidad. [Jugueteando termina sacándose el anillo, quizás inconscientemente, y se pone a darle vueltas con los dedos muy estirados de ambas manos.] Y entonces empezaron las habladurías. En los corrillos de café de máquina se comentaba que había un laboratorio en un nivel de seguridad todavía más elevado que trabajaba, basándose en los principios de ese hallazgo, en una droga que tuviera el efecto contrario: que volviera a la gente irremediablemente mala. Y a los pocos meses todo el complejo de laboratorios fue clausurado y la agencia secreta se convirtió en absolutamente secreta, sabe lo que quiero decir, ¿no? La zona fue sellada, se borraron todos los datos relacionados y los principales investigadores del proyecto y los que disponían de toda la información desaparecieron sin explicación; y cuando digo desaparecieron quiero decir que desaparecieron definitivamente, sin dejar rastro. [Se coloca el anillo en la palma de la mano izquierda y parece contemplarlo, aunque no es fácil asegurarlo debido a la oscuridad que cubre su rostro.] Y qué casualidad, a los pocos días comenzó la crisis mundial. [Tapa el anillo con la palma de la otra mano.] Mi versión es que lo han conseguido [avanza un poco la cara hasta que la luz le ilumina dramáticamente la boca], pero que esta droga solamente se distribuye entre unos pocos, los que están en lo más alto de la pirámide alimenticia, usted ya me entiende.