Mi mujer se regaló un aumento de pecho por su quincuagésimo cumpleaños
Sin tomarse la educada consideración de preguntarme, mi mujer se regaló un aumento de pecho por su quincuagésimo cumpleaños; sí, se puso unas tetas de, calculo yo, cinco kilos cada una.
Ella siempre ha sido coqueta, de mucho maquillaje, peluquería, joyas llamativas y ropa buena perfectamente complementada, pero en los últimos años se le veía cada vez más impacientada con su aspecto, como agarrándose ansiosa a un minúsculo saliente que, pensaba yo, sabía que pronto desaparecería y la dejaría caer a la justiciera madurez, con sus sofocos, sus carnes colgantes, sus sobrios cortes de pelo y sus ropas discretas e inteligentemente diseñadas para ocultar las descompensaciones y fallas que el paso del tiempo va colocando caprichosamente en los cuerpos.
De modo que se puso aquellas cosas enormes y repulsivas, que convirtieron en invisible el resto de su anatomía, como si produjeran en quienes se situaban delante de ellas una potente abducción psíquica y una irremediable aberración visual. [Bebe un pequeño trago del vaso de agua que ha solicitado al principio de la entrevista.]
Esos efectos, que ella interpretó como un éxito, la envalentonaron, y a los dos meses entró en el quirófano para una completa remodelación facial. No es fácil decir si hubo mala praxis (el abogado especializado en estos casos nos dijo que, parte por parte, sería complicado demostrar que los resultados no se corresponden con lo que se esperaba, aunque en conjunto la consecuencia sea un semblante desafortunadamente carente de gracia o armonía) o simplemente las expectativas eran demasiado optimistas o fantasiosas, pero el resultado es que su cara se ha convertido completamente en la máscara de una película de terror barata.
Han desaparecido las patas de gallo, pero la expresión de sus ojos es de continuo asombro, como si les hubieran colocado unos fórceps internos, y ni siquiera cuando duerme llegan a cerrarse del todo. Lo que antes era un gracioso hoyuelo en su mejilla izquierda debido a su tic de elevar más la comisura de ese lado de su boca, ahora parece un socavón muerto que no varía de forma en ningún momento. Su nariz está hundida y ligeramente torcida, y decir que ahora es peculiarmente chata podría ser tomado como un uso cruel del sarcasmo. Sus labios, antes graciosamente finos e inquietos, están hinchados y relucientes, y nunca llegan a curvarse por mucho que uno intuya que hay una intención para ello, de modo que no es fácil saber si está a punto de empezar a reír o a llorar, aunque siempre parece estar a punto de algo dramático y convulso, con el gesto desquiciado de los que han soportado algún trauma profundo.
Eso sí, la piel le ha quedado tersa y uniforme, como de plástico producido por un moderno proceso tecnológico. [Retiene el vaso con las dos manos después de beber un pequeño trago de agua.] A menudo, por la noche, me despierto sobresaltado, y tengo que ir a la cocina a beber un poco de agua. Al volver, la veo acostada boca arriba, ya que no puede dormir de otra forma, como una muñeca neumática con aspecto de haber sido creada para un pervertido desequilibrado [bebe otro sorbo], y entonces me pregunto qué sitio ocupo yo en esta historia de sórdida reescritura de los cánones de la belleza, y después me acuesto en la bañera.