Mi padre adoptivo me miró con un ojo entrecerrado y masticando un diente de ajo
Mi padre adoptivo me puso el paquete en las manos y me dijo que lo entregara en la dirección que había apuntado en el modesto papel marrón con el que estaba envuelto. El paquete tenía el tamaño de una caja de zapatos grande.
Además del papel marrón, mi padre adoptivo había terminado el paquete con una cuerda de cáñamo, lo que le daba un aspecto pobre y antiguo. La cuerda parecía más un adorno ridículo que algo verdaderamente útil. Mi padre adoptivo me miró con un ojo entrecerrado mientras masticaba un diente de ajo y añadió, quizá para que entendiera el grado de responsabilidad de lo que me esperaba, que ya estaba preparada para realizar una entrega de verdad, enfatizando solemnemente la frase como si me enviara a una ceremonia religiosa. Normalmente son mis hermanas mayores las que hacen las entregas. Llevan años haciendo este trabajo, y yo admirándolas y envidiándolas sin disimulo. Ahora me tocaba a mí unirme por fin a ellas. Cogí el autobús y fui al sitio indicado. En el autobús me mordisqueé un poco un padrastro. El lugar convenido era una vieja nave industrial en una zona desolada y solitaria de las afueras, un enorme mojón de ladrillo y vigas metálicas ennegrecido por la lluvia, el frío y el salitre. Llamé al ruinoso timbre, que parecía no funcionar, pero unos segundo más tarde se abrió la oxidada puerta y un hombre alto y corpulento vestido con sobrio traje negro y camisa blanca, claramente un guardaespaldas, me escaneó con una mirada amenazadoramente fría. Me hizo pasar sin dejar de mirarme y me indicó el centro del gran espacio abierto de la nave. Allí, a unos veinte metros de cualquier muro, había alguien sentado en una silla. Caminé hacia él a ritmo seguro manteniendo el paquete pegado a mi vientre, mientras el guardaespaldas me seguía a poca distancia. Cuando llegué pude comprobar que aquel hombre sentado con la soberbia desenvoltura de los que se sienten poderosos era el que todos conocíamos por las noticias, un joven en mitad de la treintena, de nueva y fulgurante carrera política, y que muchos pronosticaban que no tardaría en llegar a primer ministro. Me paré a un par de metros de él y le ofrecí el paquete. Me hizo un gesto para que me acercara. Le di el paquete y volví a alejarme unos metros. El hombre abrió el paquete despacio, con expresión de pedante curiosidad, levantando la vista de vez en cuando para escrutar mi rostro en busca de alguna pista. Pero fue el suyo el que se contrajo al ver lo que contenía la caja. Sacó una pistola de ella con la mano derecha, pero lo que le envejeció mil años fue mirar algo que estaba debajo de la pistola, en el fondo. El guardaespaldas se puso un poco nervioso. El hombre, completamente descompuesto, le gritó que se fuera y se salvara. El guardaespaldas dudó, y yo le hice un gesto para que obedeciera. Pareció comprender, y se marchó sin mirar atrás. El hombre miraba con angustia lo que había en el fondo de la caja. Lloraba mientras sostenía con temblor la pistola y se mordisqueaba un padrastro de la mano izquierda. Le dije que nadie llegaría a conocer eso, pero que él ya sabía lo que tenía que hacer. Me dijo si podía estar seguro de que eso no saldría a la luz, y le sentencié que no le quedaba otra opción. Le recogí la caja, me di la vuelta y caminé hacia la salida. El lloriqueo del hombre reverberaba en la gran estancia como el del niño más solo del mundo, y cuando se interrumpió por el disparo, el pájaro de la maldad salió de su cabeza, voló unos segundos desconcertado, y se derrumbó contra el suelo.