Mi padre arrastra sus 81 años hacia un lugar incierto y oscuro de su precario futuro
Agosto se arrastra hacia su agujero final agotado y herido por un latigazo interminable de días calurosamente abotargados, aunque esta tarde, de forma violenta y rugidora, una tormenta de verano está sacudiendo la estoica ciudad. Sentado en el borde de su cama de matrimonio está mi padre, que también arrastra sus 81 años hacia un lugar incierto y oscuro de su precario futuro.
Tiene en las manos un portafotos con una imagen en blanco y negro en la que se ve a él y a mi madre en la inequívoca pose para la foto de bodas de un tiempo que parece casi prehistórico. Ayer enterramos a mi madre, y mi padre recoge algunas cosas para trasladarse a mi casa. Mantiene el portafotos con las dos manos, como un alumno aplicado, y mira la imagen fijamente, quizá intentando comprender qué mecanismos rigen las fuerzas que van transformando la vida. No me siento con ánimo para representar el papel de hija valiente que intenta ser esperanzado soporte emocional. Toda la habitación, con sus muebles de una época que ya no existe y su luz biliosa e indigesta, parece un decorado concebido para provocar una tristeza de esas que empieza en el estómago y acaba en la garganta. Me siento al lado de mi padre, en silencio, con la idea imprecisa de hacerlo solamente para estar ahí, a su lado, sin más. Yo apenas miro la foto de reojo. Mi padre está serio, con esa quietud que refleja que en su interior el horizonte también es una inmensa nube negra que lo cubre todo. El estruendo del exterior acentúa el silencio de la habitación, que parece tan vivo que temo que vaya a materializarse en una figura antropomorfa y nos hable para darnos su más sentido pésame. Pero es mi padre el que perturba la insolente calma y dice tu madre nunca me quiso. Tu madre era difícil y nunca me quiso. Supe que iba a ser así desde el principio. Al poco de conocerla ya sabía yo que nunca estaría realmente enamorada de mí, pero para mí ella era como un sueño, como un regalo de los dioses, y yo sí estaba enamorado de ella como un tonto. De modo que asumí el coste y le pedí que se casara conmigo, y aceptó, porque el hombre al que ella amaba de verdad estaba comprometido con otra, y como estaba enfadada y tenía ganas de sacar su orgullo y darle una lección o celos, pues me dijo que sí, simplemente porque yo estaba allí en aquel momento y era amable y sumiso y ella sabía que yo no iba a suponer un impedimento para sus maniobras. Todos nos casamos, y después ese hombre y tu madre fueron amantes más de dos décadas. Y ahora, después de 55 años, esta historia agridulce se ha acabado. Mi padre apoya sobre sus rodillas el portafotos y la boca le tiembla un poco como si fuera a empezar a llorar, pero se contiene. Yo no sé qué decir, pero siento que debo decir algo, no sé, como que la vida siempre es difícil y nos lleva a lugares desconocidos, o que la vida nos somete a pruebas que sobrellevamos a tientas y con desconcierto, pero pienso en mi amante y en mi marido y en esta bestia que a muchos de nosotros nos crece en el corazón y nos esclaviza y convierte nuestras caóticas existencias en argumentos llenos de borrones y acotaciones con predicados incompletos, y no digo nada. Le quito el portafotos de las manos, mientras afuera la lluvia suena como un atropellado coro en una tragedia en la que todos esperan que aparezca el héroe pero el héroe no aparece, y lo tiro contra la pared mientras pienso en lo poco que me parezco a quien disciplinada y calladamente ha interpretado el papel de mi padre y lo mucho, lo desconsoladoramente mucho que siempre me he parecido a la araña lobo de mi madre.