Mi padre compró el loro pensando que sería una buena compañía para mi tía
Mi tía Brígida tiene ya setenta y ocho años y vive sola, de modo que el resto de la familia hacemos todo lo posible por ayudarla. Yo contribuyo, dada la triste realidad de que estoy en paro desde hace más de dos años, yendo una vez a la semana a su casa para hacerle compañía y realizar algunas tareas básicas de limpieza. Pero esto no es lo que realmente quiero contarle.
La historia es que mi padre (su hermano), que es catorce años menor que ella, le compró hace unos meses un loro. Lo compró a una familia que quería venderlo porque el loro había sido la mascota de la abuela durante más de treinta años, pero ahora la pobre mujer había muerto y no sabían qué hacer con él; o sencillamente no tenían ganas de cuidarlo. El asunto es que mi padre compró el loro pensando que sería una buena compañía para mi tía, porque había leído que los loros, y concretamente los de esta raza llamada gris africano, eran unas mascotas activas, cariñosas e inteligentes, además de, por supuesto, muy habladoras. [Juguetea con la cajetilla de cigarrillos como pidiendo disculpas.] Pero lo que ocurrió es que desde los primeros días el loro, que se llama Patricio, se mostró introspectivo, callado y pasivo, aunque sin ninguna muestra de agresividad. Simplemente se limitaba a estar. Ante estos síntomas, mi padre lo llevó a un veterinario especializado, que tras un exhaustivo reconocimiento dictaminó que el loro estaba bien, que quizá se trataba de una respuesta defensiva ante el cambio de vida y que había que esperar un tiempo para ver si poco a poco iba cambiando su actitud. Pero la cosa continuó igual, sin cambios perceptibles. [Abre la cajetilla, saca un cigarrillo y juguetea con su mano derecha.] Hace unas semanas, y después de realizar algunas tareas domésticas y charlar con mi tía un rato, salí al balcón a fumar un cigarrillo. Como hacía buen tiempo, también estaba allí Patricio en su jaula, ya que es bueno que les dé el sol y agradecen estar al aire libre. Me encendí el cigarrillo y me puse a mirar desinteresadamente el horizonte de tejados. Y de pronto Patricio soltó un ¿me podría dar un cigarrillo, si no es mucha molestia? que llegó a asustarme por lo inesperado. Lo miré perpleja, y él me miró con clara actitud de estar esperando una respuesta. Sin decir palabra saqué un cigarrillo de la cajetilla y lo introduje por los barrotes. Él lo agarró con maestría con su pico curvado y aguantó la posición en espera de que se lo encendiera. Lo hice, y Patricio regresó a su anilla central mientras aspiraba sonoramente. Permanecimos en silencio unos largos segundos, mirando ambos el horizonte de tejados, lapso que yo interrumpí para preguntarle por qué no había dicho nada hasta ese momento. Se quitó hábilmente el cigarrillo del pico con una de sus patas, en lo que podría haber sido perfectamente un momento culminante en una actuación circense, y después de exhalar una frondosa bocanada de humo dijo, con lo que yo entendí que era un tono profundamente reflexivo, que somos esclavos de lo que decimos y señores de nuestros silencios. [Se enciende el cigarrillo como quien ya espera cualquier cosa de la vida.] Y desde entonces no ha vuelto a decir nada más; y la verdad, no lo culpo.