Mi padre me montó en el coche y me llevó a un bosque perdido en el fin del mundo
Cuando yo tenía 12 años, mi padre me montó en el coche y me llevó a un bosque en un monte que parecía perdido en el fin del mundo. Tardamos mucho tiempo en llegar, y durante la mayor parte del trayecto no vimos a nadie. El lugar donde paró el coche era el final de un largo camino pedregoso prácticamente intransitable, salvo para un potente todoterreno como el de mi padre.
Lo único que se veía era vegetación salvaje y altos árboles que casi tapaban la luz del día. ¿Empiezas a comprender lo que te digo? Recuerdo que era Navidad y hacía mucho frío. Todavía no nevaba. Durante unos minutos permanecimos dentro del coche, en silencio. Yo sabía que debía permanecer callado hasta que mi padre hablara. Yo no lo miraba, pero podía sentir su poderosa presencia como una potente pila callada. Mi padre solía hablar muy poco. No le gustaban demasiado las palabras. Prefería estar solo, trabajando con los animales, en la granja o en el campo, concentrado en lo que estuviera haciendo. Aquel día, en el coche, esos minutos de silencio eran de una gran elocuencia. Al rato carraspeó un poco y me dijo que tenía que quedarme allí quince días, solo, sin nada más que la ropa que llevaba puesta y mis manos. Me dijo que tenía que llegar a formar parte de aquello, comprenderlo. Mi corazón se aceleró, pero ni me moví. Sabía que no debía contestarle. Entreví la dimensión de quince días en algo así como un infierno de frío, y no pude divisar el final. Mi padre bajó del todoterreno, lo rodeó, abrió mi puerta, y yo bajé y me que quedé plantado frente a él, mirando el suelo. Me dijo que le mirara. Lo hice, y él añadió que en quince días debía estar en aquel mismo lugar. No me abrazó. No me dijo que tuviera cuidado. No me deseó buena suerte. Simplemente volvió a rodear el todoterreno, se puso al volante y se marchó. Estoy casi seguro de que no miró por el espejo retrovisor para echar una última mirada. Estoy casi seguro de que lo que había en su cabeza en aquel momento era una inmensa nube de inevitabilidad. Algo así como un deber inexcusable. [Pausa.] El resumen es fácil. Tuve que comer raíces, hojas, bulbos que no sabía si eran venenosos o no. Tuve que comer insectos, gusanos, alimañas que solo mirarlas producía un dolor infinito en el ánimo. Tuve que comerlos crudos, vivos, sintiendo cómo se retorcían al morderlos, cómo se movían dentro de mi boca. Nevó y llovió. Me refugié en agujeros en la tierra que nadie desearía ni como tumba. Pasé los quince días en estado de alerta y pánico porque estaba convencido de que un animal peligroso, un oso o un lobo, me seguía y me atacaría mientras dormía. Cualquier crujido o silbido del aire era una señal de alarma. Pensé en no volver al punto de encuentro, en huir, pero por alguna razón profunda y arcaica sabía que esa opción era imposible. Los quince días me parecieron quince años. El resumen es fácil, pero el resumen no es nada. [Pausa.] Y ahora baja del todoterreno. Dentro de quince días estaré aquí. Has tenido suerte de que yo no sea tan lacónico como tu abuelo. Aunque quizá hubieras preferido el silencio. En el silencio quizá todo parece más claro. Pero esto no trata de lo que uno prefiere. Ni siquiera trata de lo que uno es. Es otra cosa, otra cosa, ya lo verás.