Mirando la luna gibosa creciente como quien mira un lejano lugar del pasado
Estoy sentado en el sofá del salón del apartamento en primera línea de playa, a la una y media de la madrugada de un viernes de agosto, casi a oscuras salvo por los aleteos lumínicos del televisor que está encendido y sin voz, con las dos puertas del balcón abiertas completamente, mirando a través de la espaciosa abertura la luna gibosa creciente como quien mira un lejano lugar del pasado
sosteniendo el tercer güisqui todavía poco aguado por la lenta desintegración de los cubitos de hielo, con la intención de no mover más músculos que los necesarios para llevar el vaso a mi boca, tratando de no sentir otra cosa que nos sea la humedad endiablada del güisqui en la garganta, intentando evitar que el pensamiento manosee las imágenes fugaces que aparecen de forma involuntaria en la trastienda de la mente, sin saber si merece la pena querer condicionar la voluntad para apartar el dolor de los recuerdos, testarudamente decidido a no pensar ahora en ti ni un segundo más, pero fracasando entre los fugaces destellos de los anuncios que escupe el televisor, estampas de mundos perfectos y fantásticos gracias a las cuales cualquier persona sensata alcanzará el cénit de su trascendencia si cree en ellos y se entrega limpiamente y sin dobleces, pero yo soy un corazón emponzoñado por la escoria costrosa que el azar nos destina y sigo naufragando entre irresistibles ofertas de internet por cable y seguros médicos que si los contratas parece que te evitarán cualquier sufrimiento por enfermedad, apretando un poco más el frío vaso de güisqui para tener algo real a lo que agarrarme, sintiendo un infierno en el estómago al que presto la misma atención que un condenado a muerte presta a la herida producida durante el afeitado de la última mañana, con la piel recubierta de una fina capa de sedoso sudor que me envuelve y oprime dulcemente, con el regusto de la sal transpirada cercando los labios como un enemigo perverso, dibujando en mi memoria el perfil de tu rostro y reconociendo que ya se desdibuja como el contorno de las costas del norte de Canadá, diciéndome que el calor solamente es un lenguaje que no queremos aprender a traducir, viendo tus ojos cerrados sobre la luna gibosa y conteniendo la respiración al reconstruir tu faz con los cráteres solitarios y silenciosos, una cabeza planetaria alrededor de la que girábamos todos los miembros de la familia como satélites confiados, juzgando el ligero revoloteo del faldón del toldo como una señal de la inconsistencia de la vida y sonriéndome por dentro por mi vaga predisposición al suicidio fácil y al asesinato estético, atacado de pronto por unas irresistibles ganas de llorar y constreñido por la certeza de que uno siempre es algo concreto en un lugar concreto en un momento concreto y tú ya no nunca estarás en este lugar y en este momento y, sin embargo, la noche parece perfecta para hacerse promesas y dedicarse frases sintáctica y moralmente irreprochables con las que socavar el futuro inmediato y abrir túneles de sentido hacia donde quién demonios sabe, mientras la noche se despliega como un dios y la saliva sabe a azufre y yo me avergüenzo de seguir vivo vapuleado por la dictadura de la autoconciencia amplificada por el güisqui y por saber que tú, padre, simplemente ya no eres ni estás, y que (bebo un trago enfermizo y desesperado) no consigo entenderlo. [No consigue entenderlo, pero recorre el paladar con su lengua y bosteza.]