Estación de Cercanías

Mirar sin ver

No puedo evitar pensar, aun consciente de que pueda sonar frívolamente, que ahora que está tan en boga esto del capitalismo y su cultura a cuenta de su influencia en la crisis que nos castiga a los de siempre, es cuando desde los ámbitos del discurso político y sus dirigente se está extrayendo a pleno rendimiento un caudal de beneficiosa parsimonia ciudadana que les permite campar a sus anchas, decidir sin grandes miramientos, aunque sean de tapadillo, y fortalecer esa sensación que más de uno y una han creído real e indefinida, de la posesión de la verdad absoluta y la razón sin matices dada por el espejismo que algunos votos de más les han propiciado inflando su vanidad el rango de realeza.
Es ahora, o por lo menos yo lo percibo con mayor intensidad, cuando los que han sido elegidos democráticamente para representarnos imponen, siempre al refugio de la letra pequeña de las leyes y la susceptibilidad de su entendimiento y aplicación, por si cuela, decisiones que poco se apartan de empecinamientos personales que llamaremos Educación para la Ciudadanía en Inglés o plaza de toros a costa de todo y por encima de todos para dar algunos ejemplos. En ocasiones, cada vez con mayor frecuencia de un tiempo a este parte, pongo en cuarentena acontecimientos que se dan en nuestro entorno, sea más cercano o menos, a la espera de una reacción ciudadana, judicial o política acorde con la gravedad de los hechos acontecidos, y que yo imagino inmediata e irremediablemente pareja a ellos, pero para mi pasmo dicha reacción no llega, y del hecho acontecido nunca más se supo.

Es en esos momentos cuando reafirmo en mí la inevitable conclusión, que dicho sea de paso me asombra tanto como la reacción en sí, de que en estos días en los cuales el que más y el que menos tenemos una hipoteca que pagar, un préstamo para el coche que liquidar o una tarjeta de crédito que echa humo a fin de mes, es este yugo financiero que nos somete sí o sí a trabajar sin contemplaciones el que conserve su puesto, el que se ocupa de mantener nuestra cabeza engrasada para ajustar cuentas y más cuentas que nos permitan sostener este estatus que los días de bonanzas bancarias nos han proporcionado, y que impide que ahora, con la tortilla girada, seamos capaces de reaccionar en su justa medida ante las necesidades vitales de otros, ante los desvaríos de algunos, ante las imposiciones de unos pocos o ante errores inaceptables que son tratados con una permisividad inaudita que, emanada de esta coyuntura, que propicia que nuestros esfuerzos más inmediatos, nuestro enojos ante informaciones, acciones o actitudes que son sencillamente intolerables para una sociedad que quiera mantener sus peleados logros y sus conseguidos derechos más allá de ese día que cada cuatrienio nos cita con las urnas como paradigma de las obligaciones ciudadanas, se hagan visibles mas allá de la conversación sin repercusión, del enojo transitorio. Posiblemente esta apreciación de acciones sin reacciones suene un poco desproporcionada o se deba a la impronta de mí carácter y actitud beligerante ante ciertas cosas, pero cuando las muestras de esta pasividad generalizada se hacen más visible, tanto que de no verse es lo que más destaca, la rabia de sabernos anulados para la batalla contra lo intolerable, salvando algunas excepciones, por este estilo de vida consumista que ahora se ha vuelto en nuestra contra me invade, porque compruebo el poder que ejerce sobre nuestra obligación ciudadana lo material, y se convierte en ira cuando constata que este estatus insípido y vacío de impulsos que nos muevan, amenaza peligrosamente las más elementales conductas de auxilio humanitario.

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