Nada más vernos me percaté de que tenía algo colgando del bigote
Vivo en un décimo piso, y mi vecino de rellano tiene un bigote frondoso que, unido a su voluminoso cuerpo, le da un aspecto de león marino regio y amenazante. Mi vecino y yo manteníamos una relación cordial hasta hace poco, pero después del incidente todo ha cambiado. Me explico.
Hace unos días coincidimos en el ascensor para bajar a la calle, como nos ocurre en numerosas ocasiones. Pero esa vez sucedió algo inesperado. Nada más vernos en la puerta del ascensor, mientras nos dábamos el saludo de cortesía y nos disponíamos a esperar, me percaté de que tenía algo colgando del bigote. Era una masa de más o menos un centímetro y claramente pegajosa. Pensé que podía ser un moco, por su apariencia y lugar, pero tampoco estaba segura. Y ahí empezó mi tortura. Me sentía obligada a decirle que llevaba aquella cosa pegada y públicamente visible, pero lo cierto es que algo dentro de mí me detuvo. No era algo fácil de decir. Incluso en los casos de mucha confianza resulta violento decirle a alguien que tiene restos de comida en el bigote o en la comisura de la boca. Llegó el ascensor al rellano y se abrió la puerta. Él me cedió el paso amablemente y yo entré intentando no mirarle aquella cosa, pero lo cierto es que era muy difícil no desviar la vista hacia ella. Y empecé a sentirme nerviosa y confusa; porque quería advertirle de alguna manera, pero al mismo tiempo me sentía responsable de callarme cobardemente, pues él iba a salir a la calle con aquello y más tarde que pronto alguien se daría cuenta; o considerando el tamaño de la cosa había que estar segura de que serían muchos, que le mirarían de soslayo y cuchichearían. Y cuando llegara al trabajo había que imaginar que la situación sería mucho peor. ¿Habría allí algún subalterno (es director de banco) con la valentía necesaria para decirle que llevaba aquella cosa de apariencia pastosa pegada al bigote? Esa era una posibilidad muy remota. Y contar con la fortuna de que el colgajo cayera por sí solo también era una esperanza ridícula, debido a su tamaño y lo hirsuto de su mostacho. Los pisos iban pasando y yo me encontraba cada vez más nerviosa y abatida. Él es un buen vecino y un hombre que no se merecía salir a la calle y pasar una larga lista de previsibles humillaciones, que dejarían su imagen maltrecha durante mucho tiempo. Estábamos a punto de llegar a la planta baja, y el colgajo seguía allí, impertinente y malvado, como una injuria innoble e injusta. Y entonces lo pensé y lo hice de inmediato, porque ya estábamos pasando por el entresuelo. Me abalancé sobre mi vecino y le di un morreo salvaje con la única intención de aprovecharlo para quitarle el colgajo. Le morreé con fogosa violencia pasándole las manos por la cara y apretándolo contra el espejo del fondo. Lo acosé con tal determinación que él no reaccionó más allá de abrir la boca y dejarme hacer. Y en cuanto se abrió la puerta me despedí, asegurándome de que el colgajo había desparecido, y sintiéndome bien y en paz conmigo misma. Desde entonces él me evita, pero no me importa [se encoge de hombros humilde y pícaramente], porque la recompensa por hacer el bien es el hecho en sí, y esperar más es solo vanidad.