Navidades terrenales
Igual que ayer, nuevamente estamos tachando en el calendario los últimos días de un año. Días que, según mi percepción, llegan cada año más hinchados de anglosajonas tradiciones que nada tienen que ver con nosotros y que hemos venido adoptando en detrimento de las nuestras desde hace algún tiempo.
Conceptos navideños diferentes que están cambiando, a pasos lentos pero firmes, el recuerdo que de estos días conservo, y que llegan de la mano de un consumismo desaforado que en lo referido a llenar mesas y despensas más parecen aprovisionamiento en previsión de días de guerra que las compras de unos pueblos que disponen de comercios de par en par los ocho días de la semana. No sé a ustedes, y posiblemente la sensación que voy a trasmitirles venga dada por la escéptica concepción que tengo de estos días del amor fingido no todos, ni en todos lo momentos, pero no puedo evitar que el nuevo ambiente que se hace presente estas fechas vaya paulatinamente desdibujándome el significado que siempre le he buscado a esta cristiana festividad, lejos de sus cumplimientos católicos para todos aquellos que no los sigamos, pero que sin embargo son importantes si queremos encontrarle otro sentido que no sea el estrictamente religioso. Valga como ejemplo de estos valores, cuanto más alejados del metálico sonido del euro mejor, la sensibilidad de estas fechas, que puede propiciar un acercamiento familiar que no sólo salve la distancia kilométrica, sino que acerque sentimientos y conductas, y si tal propósito necesita de utilizar estos días como la perfecta excusa que facilite un escenario más gentil hacia la sincera disculpa o el arrepentimiento de corazón entre seres queridos, bienvenidos sean.
Aunque, de esta vieja historia del nacimiento de Jesús, lo que realmente me gusta es un gesto que hoy en día, y aunque parezca todo lo contrario, se ha convertido en un proceder insustancial y casi de obligado cumplimiento; me estoy refiriendo al hecho de regalar, pues ese simbólico momento de ofrendar que concede el mismo valor al agasajo con Oro de unos reyes que al ofrecimiento de pan de unos pastores se ha convertido en una vertiginosa carrera por conseguir la Wii de turno, consola que con una etiqueta rondando los 300 euros, listas de reservas y rotura de stocks, deja en ridículo a aquellos que se atreven a sugerir que estamos en crisis, cuando todo hacer prever que se avecinan vacas flacas y es sin duda una importante aportación al sentimiento de inferioridad de aquellos cuyas familias no puedan ponerlo en sus ventanas.
Pero es este modelo social que nos está ganando el terreno sin apenas darnos cuenta y sin que le pongamos límites, el que nos somete invisiblemente a una voluntad dominada por las tarjetas de crédito que conceden unas apariencias e igualdades irreales a pagar en 30 días. Las cartas de reyes de los niños son cada día más parecidas a una lista de bodas, con regalos escogidos de antemano que, aparte de limitar la imaginación y posibilidades, se confeccionan desde el deseo de posesión y no desde la necesidad.
Porque, cuántos de ustedes, yo incluida, no hemos dicho aquello de, ¿y que le compro, si tiene de todo? Repetida pregunta que viene arruinando completamente el encanto de lo inesperado y la sorpresa del regalo, así como el placer que este gesto debería suponer, porque se nos han duplicado los momentos para hacerlo y los reyes vienen precedidos de la imitación que de San Nicolás ideó la Coca-cola, trayendo con ellos regalos por doquier, que en la mayoría de los hogares son apreciados por sus destinatarios el mismo tiempo que tardan en romper su envoltorio. Felices Días.