No fue tan fácil ni divertido como creía vender las cositas de mi bebe muerto
Una semana después del entierro de mi bebé, mi madre y yo nos sentamos en mi cama, delante de la cuna llena de sus cosas, y nos planteamos qué hacer con lo acumulado durante seis meses, desde que nació hasta que lo encontré en esa misma cuna blanco y quieto, de un blanco un poco morado, ese blanco como de muñeco abandonado bajo la solanera, una cosa de plástico sin gracia.
Mi madre llevaba una manta por encima para protegerse del frío. Su pelo despeinado dejaba ver las raíces desteñidas. Bebía sorbitos de anís en una taza de café y fumaba un cigarrillo, que de vez en cuando compartía conmigo. Dijo que podíamos guardarlo para el siguiente bebé, pero yo le dije que no habría ningún otro bebé en mucho tiempo, y que era una tontería ocupar espacio en su ridículo piso de madre separada con cuatro hijos. Estuvimos calladas un rato mirando la cuna llena de bolsas de pañales y baberos y calcetines y minúsculos zapatitos y conjuntos de pantaloncitos y camisetas, y de vez en cuando mi madre daba sorbitos al anís y se miraba las gastadas zapatillas de estar por casa de color rosa con la palabra amor escrita en cada zapatilla. Yo apagué el cigarrillo en un platito hortera, recuerdo de bodas de una prima mía. Le dije a mi madre que quería deshacerme de todo, aunque tuviera que tirarlo a la basura, a lo que ella comentó que allí había unos cuantos cientos de euros, y que era una lástima perderlos. Propuso poner un anuncio en una de esas páginas de internet de venta de segunda mano. No me pareció mala idea. Esa tarde pusimos el anuncio en un par de páginas con el texto Se venden cosas de bebé por muerte del mismo, y después detallamos cada cosa con su precio. Al día siguiente recibimos varias contestaciones. Una preguntaba de qué había muerto el crío. No querían nada si había sido por una enfermedad contagiosa. Otra preguntaba si alguna de las cosas estaba manchada de sangre. Otra decía que no entendía cómo podía deshacerme de todo aquello, que era muy valiente, que ella todavía tenía la habitación de su niño igual que cuando murió, hacía ya un año. Otra me invitaba a unirme a la Asociación de Madres que Han Perdido Niños Pequeños, donde recibiría todo tipo de ayuda terapéutica. Durante dos semanas conseguimos vender alguna cosa suelta, pero las negociaciones eran deprimentes y agotadoras. Cuando ya estábamos casi decididas a no seguir, nos llegó una contestación extraña. Alguien compraba todo el lote por doscientos euros, que era menos de lo que pedíamos, pero estábamos cansadas y hartas del asunto. Quedamos con la persona, y nos sorprendió que fuera un anciano. Revisó todo el material y puso el dinero de un puñado encima de la mesa, sin sentarse. Mi madre quiso servirle una copita de anís, pero dijo que tenía prisa, y no pude evitar preguntarle para qué quería todo aquello, si es que tenía una hija o nieta que lo necesitara. Mientras cogía una de las cajas y sin mirarnos dijo que no, que era coleccionista. Mi madre se bebió su copita de anís de un trago. Le ayudamos a bajar todo a la calle y a cargarlo en el coche, y se largó después de dejar en el aire un adiós seco como un hueso al romperse. De vuelta en la cocina, mi madre se sirvió otro anís. Los billetes arrugados seguían encima de la mesa. Se encendió un cigarrillo y los miró con cara de recepcionista de noche. Después dijo que los gastara cuanto antes, que me comprara algún vestido bonito o algo así, porque la buena suerte a veces se aburre de una en lo que dura un cubata y un beso robado en verano.