Nuestras caras eran como sanguinolentas y supurantes lonchas de salchichón caducado
Toda nuestra familia lleva una máscara. Pero no lo digo en un sentido figurado, sino real, como usted puede ver. Todos llevamos estas máscaras de látex muy realistas y perfectamente policromadas que son exactamente iguales a nuestros rostros auténticos; [esboza una petulante sonrisa plástica] tiene que confiar que los rostros que hay debajo se corresponden con ellas.
La causa de esta aparente excentricidad fue una infección cutánea que a todos los miembros de la familia nos apareció en la cara al mismo tiempo. Nos hicieron mil pruebas, pero no consiguieron explicarse si se debía a un proceso alérgico, vírico, bacteriano o de otra ponzoñosa e insólita naturaleza. El resultado fue que en pocas semanas mi marido, mis tres hijos (dos niños y una niña que entonces tenían 10, 12 y 14 años respectivamente) y yo teníamos las caras como sanguinolentas y supurantes lonchas de salchichón caducado. Lo único que consiguieron los médicos fue que con determinadas cremas antisépticas y vendándonos completamente las caras el dolor y el escozor fueran al menos soportables, aunque no desaparecían del todo ni las pústulas ni los eccemas, porque en cuanto dejábamos de aplicarnos aquellas cremas y destapábamos nuestras caras, los insoportables síntomas volvían a bravear como si tuviéramos un pequeño infierno creciéndonos en el rostro. De modo que íbamos vendados como momias todo el tiempo, con la evidente y desagradable realidad de sentirnos unos bichos raros que eran observados por todos, provocando continuamente miradas furtivas y comentarios a media voz. Hasta que un día descubrimos a un artista plástico que realizaba con látex esculturas hiperrealistas de figuras humanas, y contactamos con él. Le explicamos nuestro caso y le pedimos que realizara estas máscaras, y ya ve el resultado. [Se palpa la mejilla como si fuera un producto.] Tienen esta ligera apariencia artificial, pero como puede apreciar, se adaptan perfectamente a nuestros rostros, reflejando con bastante exactitud nuestros gestos y emociones. Es evidente que si se nos mira de cerca se advierte en nosotros cierta apariencia de muñeco, pero a distancias de más de dos metros casi nadie se da cuenta de la diferencia. Y si en alguna ocasión surge algún problema con un policía o guarda de seguridad, llevamos nuestros informes médicos para aclararlo todo. [Esboza otra flexible y artificiosa sonrisa] Lo paradójico es que después de más de un año y sin ninguna causa que lo explicara, nuestras caras sanaron por sí solas. Cada uno de nosotros recobró, como por arte de magia, la tersura y color y apariencia de su piel original. Y ahí llegó el problema. Nos dimos cuenta de que ya no queríamos quitarnos las máscaras de látex. Nos dimos cuenta de que nos sentíamos mejor y más seguros con ellas. Nos dimos cuenta de que las máscaras habían fortalecido nuestros roles positivos en la familia, y que nos hacían sentirnos especiales y unidos. De alguna forma, en el intersticio entre nuestras apariencias reales y sus copias artificiales encontramos nuestro lugar en el mundo. [Coloca traviesamente un dedo sobre sus sintéticos labios, cerrados y sonrientes.] Y hace unos meses le pedimos al artista plástico que nos realizara máscaras con otras facciones diferentes, para explorar nuevos caminos existenciales; porque, ¿sabe?, quizá la forma de averiguar lo que podemos llegar a ser, es traicionar completamente lo que ya creíamos que éramos.