Nuestros huesos y tendones empezaron a querer asomarse a través de la piel
En la vida hay gente que tiene buena suerte y gente que no. Yo pertenecí hace mucho tiempo a la primera clase; o eso creía. Pensaba que la providencia me había dado todo lo que necesitaba. Tenía una esposa y un hijo de ocho años. Tenía un pequeño piso donde mi familia y yo nos resguardábamos del frío y del ruido del mundo exterior. Tenía un trabajo modesto pero decente. La ciudad era una enorme y latente fuerza de la naturaleza, con sus millones de almas moviéndose en un oleaje continuo, y yo era una persona más en ese mar de gente humilde y anónima. Pero la suerte se quebró.
Los que creen en la selección natural y la ley del más fuerte agitaron las aguas y ese mar se encrespó. Me despidieron del trabajo. El dinero del desempleo apenas daba para alimentar a mi familia. Durante meses caminé por las calles buscando algo honrado que hacer, pero las calles ya se habían convertido en una tormenta hostil. Vi pánico en las caras de la muchedumbre, y desprecio, y egoísmo. Poco tiempo después, ese huracán provocado por la avaricia que arrasaba la ciudad también se llevó nuestro piso, y me encontré buscando comida en los contenedores de basura y empujando un carro de supermercado con nuestras últimas pertenencias. Nuestros huesos y tendones empezaron a querer asomarse a través de la piel. Nuestra propia carne se convirtió en un recuerdo. Mi mujer y mi hijo perdieron el habla. Diversos grupos, unos de pudientes jóvenes aburridos y descontentos y otros de atemorizados supervivientes entregados a la superstición, nos agredieron varias veces. Huir se convirtió en uno de nuestros atributos principales. Otros eran los nervios y el hambre. A fuerza de tensar el miedo, aprendí la geografía submarina de la ciudad, y descubrí algunos espacios deshabitados, incluso por aquellos que estaban en la misma situación que nosotros. No eran muchos lugares, pero eran auténticas zonas de sombra para el resto del mundo. Nos establecimos, y empezamos a renegociar nuestra supervivencia con el animal salvaje en que se había convertido la ciudad. Durante el día permanecíamos quietos y alerta, y por las noches yo salía de nuestro agujero para buscar algo de comida. Emergía a los lugares habitados para conseguir las sobras de otros que aún no habían sucumbido, pero el procedimiento se volvía cada noche más arriesgado y precario. La repetición había afinado mi instinto para la oscuridad y mis habilidades de fuga, pero me sentía como un ratón en un laberinto poniendo su vida en peligro a cambio de unas míseras migajas, sabiendo con seguridad que mi suerte no duraría mucho y que mi familia y yo desapareceríamos. Y entonces una primitiva energía confinada dentro de mí tomó una decisión. Fabriqué un arco, tallé flechas, aprendí todo sobre trampas de caza, afilé sílex para desollar. Asumí la filosofía de los que creen en la selección natural y la ley del más fuerte, los mismos que estaban arrasando la ciudad, y me convertí en un cazador. Ahora les disputo el territorio. Pero al menos mi moral es más firme y auténtica. Yo no busco venganza ni sucia satisfacción ni conseguir una posición social, yo solamente los mato para dar de comer a mi familia. A mí me gusta denominarlo canibalismo redistributivo. Si se trata del principio de una nueva era, únicamente el porvenir lo dirá.