El Ordenanza

Officium tenebrarum

El Ordenanza. Capítulo XXXIX

Escena 1

–Llamarme Judas no creas que me abre muchas puertas, Avelino. La gente no termina de fiarse de mí, aunque te parezca una tontería.

–No lo es. La gente que desconfía de ti es que no te conoce, amigo. Y, ¿qué harás ahora?

–Disfrutar de los nietos lo que no disfruté de mis hijos.

–Es sacrificado, sí, pero esto es tu vida. ¿No has pensado en arreglarlo?

–¿Con don Anselmo? Ese cura es el mismísimo diablo. ¿Pues no me dice que me plantee mi vocación? ¡Cincuenta años de sacristán en la parroquia! ¿Acaso le ha faltado alguna vez algún detalle a sus misas? ¿Ha tenido que darlas a viva voz porque no le ha funcionado el micrófono?

–Hombre, Judas, que seas anarquista no ayudará mucho a vuestro entendimiento...

–¿Qué más le dará a él lo que yo piense? Esta iglesia ha sido mi casa. He llegado el primero y me he ido el último siempre. He barrido, he encendido y apagado las velas, las luces, limpiado las imágenes, nunca ha faltado nada en la credencia, el acetre siempre ha contenido agua bendita cuando ha hecho falta... he mantenido la sacristía en perfecto orden.

–Lo sé. Pero sigo pensando que el llegar a un acuerdo con él te haría mucho bien.

–Lo tengo decidido: acabo con esto.

–¿Vendrás a misa?

–¿Para qué? Yo no creo en Dios, Avelino. Eso son cosas de beatos. Yo soy un tipo sencillo, que lo único que quiere es que las cosas sean como deben ser. ¿Para qué quieren tanto oro y plata los santos mientras sus devotos pasan miseria?

–Si razón no te falta pero, Judas, ellos no van a cambiar.

–Por eso hemos de cambiar todos. Yo ya he tomado mi decisión.

Escena 2

Los altos techos de la sacristía pareciere que fuesen más altos, incluso, que el mismo edificio. Por debajo de ellos, el frío se acumula en los rincones de aquellos muros, que sirven de lugar de revestimiento e intimidad.

–Entonces, ¿no hay marcha atrás, Judas?

–No, don Anselmo. Este es el último oficio que hago.

–¿Y me lo dices hoy?

–Si quiere le doy quince días, pero el resultado es el mismo.

–Realmente, pienso que ni tú te crees eso de que vas a dejar la sacristía porque no concuerda con tus ideales.

–Realmente, don Anselmo, es la Iglesia la que no concuerda con sus ideales, que son los míos.

–¿Te atreves a poner en tela de juicio a la Institución Eclesiástica?

–No, don Anselmo. Para eso la misma Iglesia se las pinta sola.

–¡Fuera! ¡Sal de la Casa del Señor ahora mismo!

–Está bien. Aquí le dejo las llaves. Vaya con Dios, don Anselmo.

Escena 3

Un crucificado, de desorbitados ojos, sufre su martirio en una cruz que pende sobre el presbiterio gótico del antiguo templo, del que se tienen noticias ya a mediados del siglo XV. La planta es rectangular, de tres naves conformadas más ancha y alta la central que las laterales, que hacen las veces de capillas entre los contrafuertes.

La separación entre dichas naves, corre a cargo de varias y majestuosas columnas helicoidales ochavadas, de las que brotan nervios que se cruzan en las bóvedas. Estos muros, que han presenciado el transcurrir de cinco siglos de devoción al Santo de España, aunque a alguno le gusta pensar que su advocación es al Matamoros, posee dos portadas góticas con arquivoltas sogueadas y pináculos, al tiempo que son atravesadas por dos ventanales renacentistas de motivos vegetales.

Pese a los numerosos acontecimientos que han sufrido (incendios, saqueos y arcadas de jóvenes pasados de licor) los muros se alzan, mostrando a todo el que entra en la plaza, su robustez centenaria.

Este año se han suspendido las procesiones de Semana Santa, pero se han mantenido los oficios dentro de la arcedianal. Mientras los asistentes al ministerio del jueves abandonan el recinto, una silueta sesga el oscuro tejado del monumento. Una voz, grave y doliente, les conmina justo desde encima de la inscripción del reloj de sol, en la cual se sentencia “BREVES DIES HOMINIS SVNT”.

–¡Despertad! ¡Lo que buscáis no está aquí! ¡Este es un edificio vacío si vosotros no lo rellenáis con vuestros pellejos! ¡Abandonad toda esperanza!

En ese dulce momento de clara locura, justo después de que Judas, desde lo alto, roce la pantalla de su teléfono móvil, las paredes de la sacristía se hinchan, dejando que la luz atraviese las grietas que se forman en sus ladrillos que, pasadas unas décimas de segundo, se precipitan en todas direcciones, proyectando en millones de partículas, esquirlas, metralla que destroza todo a su paso.

Don Anselmo, alcanzado en el hombro por un trozo de piedra, arrastra su cuerpo hacia las escaleras del presbiterio cuando una nueva detonación hace que la torre del reloj forme un ángulo recto y caiga sobre el techo del templo, que se hunde junto con el sacristán machacando al clérigo. Al llegar al suelo ya es sólo materia, polvo y sonido estruendoso.

Una tercera explosión logra que los pocos feligreses que no han sido aplastados por la lluvia de piedras, corran despavoridos antes de que el suelo de la plaza empiece a resquebrajarse y a hundirse en los túneles que hormiguean bajo la ciudad, engullendo asfalto, piedra y huesos.

El enorme agujero creado, más parece una puerta al inframundo. Las hojas, ramas y troncos de los árboles de la plaza vuelan hasta posarse sobre los jirones de carne quemada y sangre que se esparce por el espacio que ocupaba el templo. Todo es fuego y calamidad. Todo es muerte.

Los vestigios de techo que todavía no han caído, reflejan los claroscuros que forman las colosales y anaranjadas llamas que se nutren, ahora, de los cortinajes de las ruinas del altar mayor, mientras se enciende tenebrosamente el cielo de la ciudad.

Desde lo que vino a ser la sacristía, se alza un fascinante humo dorado y una voz grave... muy grave y doliente, la de Judas, grita antes de desaparecer.




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