Oí un ruido ligeramente metálico que venía del callejón de atrás y me desperté
Ocurrió hace ocho años y dos meses, durante una noche de invierno. A las exactamente cuatro y siete de la madrugada oí un ruido seco y ligeramente metálico que venía del callejón de atrás y me desperté. Recuerdo perfectamente la hora porque al intentar encender la luz de la lamparilla de la mesita de noche tumbé el despertador y tuve que volver a colocarlo. Yo todavía vivo con mis padres, pero ellos no se despertaron, porque duermen en la habitación del fondo del pasillo. El caso es que oí el ruido y me desperté, y la curiosidad me empujó a levantarme.
Me puse la bata y las pantuflas, y como el callejón de atrás solamente puede verse desde la ventana del cuarto de baño contiguo a mi habitación, fui hasta él y entré sin encender la luz, para no revelar mi fisgona intención. La ventana es en realidad un ventanuco de exiguas dimensiones estalinistas por el que sería imposible huir si te persiguiera un asesino en serie, pero que permite otear toda la inmunda vida marginal del callejón. Como vivimos en un tercero de un barrio del extrarradio, la perspectiva es un cinematográficamente sórdido plano picado en diagonal, acentuado por la triste luz de una solitaria farola que se apaga y enciende a intervalos caprichosos. Para más clímax, llovía con una parsimoniosa monotonía produciendo un ruido de fondo que me hizo pensar en una peligrosa acumulación de electricidad estática, y que en cualquier momento iban a empezar a producirse chisporroteantes deflagraciones. Me asomé al ventanuco lenta, quizá incluso infantilmente, y entonces lo vi. Era un artefacto con forma de frigorífico, pero tres veces más grande, y parecía como de acero inoxidable bien pulido. Mientras miraba con la boca abierta pero tapada por mi mano izquierda para ocultar, en un gesto mecánico e inútil, mi asombro, un lateral de la cosa se abrió y salió algo así como una lagartija del tamaño de un cocodrilo, serpenteó por el suelo, despareció de mi vista, y unos segundos después, tras reptar por la fachada del edificio, apareció a quince centímetros de mi cara. Di un salto hacia atrás sin resuello para gritar. El bicho abrió la portezuela del ventanuco sin esfuerzo, como por arte de magia, entró y se quedó erguido sobre sus patas traseras. Era una imagen extraña ver a algo así como un cocodrilo plantado completamente recto, pero al mismo tiempo tenía un porte fascinante y una mirada llena de carisma. Dijo, con voz seductoramente grave, que venía de un lejano planeta, que había sabido de mi belleza gracias a complejos aparatos que había en su nave, y que no había podido evitar la tentación de visitarme para hacerme suya. Se acercó sin dejar de mirarme a los ojos, me cubrió con su cuerpo, del que sentí brotar una especie de apéndice rígido, y después me vi participando en un extraño ritual amoroso, no del todo insatisfactorio, también hay que decirlo. [Pausa.] Ahora el pequeño lagarto tiene ya casi ocho años, y no he recibido ni una mísera llamada intergaláctica de su padre, nada, ni siquiera un mensaje de texto en un rayo láser. [Pausa.] El universo será muy grande, pero está claro que la jeta no conoce de velocidades luz ni de agujeros negros. [Pausa.] Y ahora el crío, que está como loco con que le regale por su cumpleaños un libro sobre cómo construir cohetes; es que lo llevan en la sangre, aunque sea verde.