Orgullo villenero
Las mujeres y los hombres de Villena están dando estos días muy grandes los abrazos
No, no nací en Villena. El que escribe estas cosas fue uno de esos niños manchegos o extremeños o andaluces cuyos padres emigraron para ofrecerles un porvenir mejor sin caer en la cuenta de que eso que llamamos el futuro no existe, nunca llega.
Existe el pavor del presente, la grisura de “ahora”, el frío del invierno en los colchones, una despensa triste cada noche, la firma en garabatos como toda escritura, la tierra seca y desconsiderada. Existe el hoy cansado de mirar hacia el cielo que empuja a las personas a abandonar su hogar en busca de quimeras.
Así que un día ¿de mayo?, ¿de julio?, ¿septiembre?; no recuerdo, mi niño de 8 años se subió en un vetusto autobús Setra Seida que entonces frecuentaba demasiado aquella carretera hacia levante; en los últimos años sesenta del siglo de la Luna. Mi niño de 8 años y llanuras inmensas, que luego se apeó en medio de montañas novedosas y durmió algunas noches en las camas prestadas de paisanos que acogían a la gente de su pueblo, mientras iba buscando un sitio de alquiler; uno de aquellos pisos diminutos que la industria incipiente preparó como jaulas para los “castellanos”.
Con la vergüenza propia de todos los culpables de haber nacido pobres, fui creciendo por las calles urgentes, sin asfalto y sin nombre, que se iban trazando con poca disciplina para albergar los sueños de los recién llegados.
Uno lucha por ser de algún lugar. Conforme va creciendo intenta echar raíces. Reniega de aquel sitio que sus padres dejaron por áspero e incierto. Empieza a presumir en todas partes de ser de aquella urbe de ingenieros, mecánicos y hombres poderosos propietarios de máquinas violentas, de grandes almacenes y cadenas de montaje sin tregua. Uno quiere raíces; a toda costa quiere pertenecer a “algo” y que el “algo” le acoja como una de sus partes.
Tal vez lo conseguí por intentarlo tanto. Tal vez yo merecía que alguien hubiera dicho “no te vayas, tú eres de los nuestros”. Pero el día que puse mis muebles y mi aliento en aquel camión de las mudanzas, abandoné la villa, en la que había vivido tantos años, como el que ve alejarse la estación de un transbordo.
…Como el que ha pernoctado en un lugar de paso, fui perdiendo de vista aquellas dos ermitas a pesar de que allí quedaron los amigos. Compañeras hermosas. Hermanos de la música y el arte. Todo el amor certero de tantos camaradas de luchas incruentas. Un terreno de juego en el que fui figura de un “equipo de ensueño”. El rumor de unos besos torpes y apasionados. La risa más hermosa de mi mujer amada. Aquella forma de mirar profunda de mi niño primero.
Llegue con treinta y tantos, y lo que más quería, a la ciudad que ahora me acoge y me contempla en este tiempo que pronto empezará a ser el de descuento. Ya sé, por experiencia, que por más que lo intente, por más fertilizantes y riego por goteo… no arraigo, no me acomodo al clima. Aunque tenga a mi lado lo que importa: la risa nutritiva que siempre está a mi lado.
Envidio a las personas orgullosas de los ritos locales, las costumbres, los símbolos, las fiestas patronales. A todos los que hablan de una extensa familia con pasado en el pueblo; almas de las que yo podría tener algún recuerdo si fuera de algún sitio y no hubiera partido la mía en varios trozos. Envidio esa manera de andar por el camino, como pisando siempre en suelo firme… Un momento lo envidio.
Y luego me conformo. Agradezco a la vida lo que ha acabado siendo. Nada estuvo tan mal. He comido a diario. En cada sitio hay gente que me dado cariño. Mis hijos se han vestido. Hace ya muchos años el pequeño se puso muy malito y salió todo bien gracias a que tenemos hospitales que hicimos entre todos.
Hoy me siento orgulloso de todas las personas de “mi pueblo”. De la gente de todas las edades, de toda condición y todas las ideas que han unido su fuerza para auxiliar a otros, que corren a ayudar a sus hermanos, que les compran comida, que están tristes… que les duele este zarpazo cruel de las tormentas del año 24.
Este tonto que es tan tiquismiquis, que con todo se mete y nada en claro saca, sabe también de golpes a traición y de injusticias. De cosas que jamás debieron suceder y nos atropellaron como un tanque enemigo despiadado… Lo único que calienta, cuando llega ese hielo, son los buenos abrazos. Las mujeres y los hombres de Villena están dando estos días muy grandes los abrazos. Da gusto esto de ser, ya más de media vida, villenero.