Deportes

Pedro Cerdán y Pepe Micó, del Villena Bike Team, ascienden cuatro puertos míticos del Tour de Francia en la Marmotte 2015

Después de nuestras fiestas de septiembre los aficionados al ciclismo empezamos una nueva temporada. Algunos descansan un tiempo, otros continúan con su actividad habitual, pero todos comenzamos a planificar nuestros objetivos del año siguiente. La mayoría de nosotros acudimos a diferentes "marchas" cicloturistas (realmente son carreras para aficionados) donde ponernos a prueba, medirnos con otros participantes y disfrutar de recorridos diferentes a los de cada semana. Ayora, Ibi, Moratalla, Requena, San Vicente… son algunas de ellas y por encima de todas, la Quebrantahuesos, que se ha convertido en una referencia a nivel internacional para todos los amantes de este deporte.
Pero en aquellas fechas, Pedro Cerdán y quien escribe, Pepe Micó, nos propusimos un reto aún más ambicioso: participar en la Marmotte. Esta marcha se celebra en los Alpes y en ella se ascienden cuatro de los puertos más emblemáticos de la historia del ciclismo: Glandon, Telegraph, Galibier y Alpe d'Huez, con una distancia total de 176 km. Supone una ascensión acumulada de 5.000 m (por 3.500 de la Quebrantahuesos). Es posiblemente la más dura que se celebra en Europa y en la que se respira historia del ciclismo en todo momento. Así que ya en octubre empezamos la preparación, Pedro de una forma y yo de otra según nuestra disponibilidad de horario, pero que siempre supone un sacrificio físico, nutricional, familiar y km, muchos km en bicicleta. Al menos 1.000 o 1.200 cada mes. Para el 4 de julio en que se celebra la prueba deberíamos llevar, si todo iba bien, unos 11,000 km en las piernas.

Fueron pasando los meses. El frío de nuestra comarca no supuso mayor problema porque había una meta en el horizonte. Llegó la primavera y acudimos con otros miembros del Villena Bike Team a las marchas de nuestra zona y finalmente el 22 de junio a la Quebrantahuesos, que para nuestros compañeros era el fin de la temporada, pero para nosotros dos era el último eslabón de nuestra preparación para el viaje a los Alpes.

La hora de la verdad
Dos semanas después, en el primer día del mes de julio, Pedro partió hacia Francia y yo por mi trabajo el día 3 de madrugada con mi familia. No nos vimos porque nos alojábamos en sitios diferentes, pero las sensaciones que vivimos al llegar fueron las mismas que las de ciclistas de Australia, México, España, Francia, Italia, Holanda y así hasta 20 nacionalidades esperando el gran día. Este año tuvimos la circunstancia de que tuvo que variarse el recorrido original por desprendimientos en la zona final que podían comprometer la seguridad de los participantes y los puertos de Telegraph y Galibier se sustituyeron por las Lacettes de Montvernier, Puerto de Mollard y Croix de Fer. Lejos de suavizarse, se endurecía con el nuevo trazado, ya que el desnivel acumulado pasaba a 5.100 metros. Para los no ciclistas decir que podría ser perfectamente la etapa reina de cualquier edición del Tour de Francia.

Las previsiones meteorológicas hacían temer un día muy caluroso, con cerca de 40°, lo que no iba a hacer más que complicar las cosas. Amaneció el gran día y nos encaminamos a la salida cada uno por su lado. Salíamos a las 7:50 con el último grupo, por no haber participado recientemente (en mi caso lo hice en 2011). Tomamos la salida y cada uno tomó el ritmo que le era más propicio para sus cualidades. La mayoría de los participantes aspiran a acabarla sin plantearse otros retos, pero Pedro y yo íbamos a intentar hacer un buen papel y dejar alto el nombre nuestro club.

El primer puerto, el Glandon, se corona tras casi 30 km de ascensión y a 2.000 metros de altitud. A esas alturas ya empezaba el calor, pero era pronto y las piernas iban frescas, así que lo superamos con buenas sensaciones y habiendo adelantado ya al menos a 2.000 ciclistas. Bajada muy peligrosa y larga y tras unos km de llano las Lacettes de Montvernier. Precioso paraje que van a subir los profesionales del Tour este año. Las piernas aún iban bien y no era muy largo, así que entre curva y curva y mirada al valle que habíamos dejado abajo con el encantador pueblecito en el fondo, coronamos la segunda dificultad. La cosa iba bien. Teníamos dos en el saco.

El tercer puerto era desconocido para todos y fue el primer aviso serio del día. El calor ya había hecho acto de presencia, pero la sombra debida a la abundante vegetación frenaba algo los rayos solares. Aun así empezaban a verse ciclistas parados en la sombras, recobrando el aliento y la temperatura corporal. El puerto se hizo muy duro. Herradura tras herradura, en una sucesión que parecía no tener fin, ascendimos hasta 1.640 metros. Era obligatorio beber mucho así que fuimos parando en los diferentes avituallamientos provistos por la organización para coger líquidos y algo de comida. Pero este puerto ya había hecho mella en las piernas.

El siguiente, La Croix de Fer, se encadenaba al anterior tras una corta bajada y era muy largo: otros 20 km subiendo. Mirando las montañas al frente no se adivinaba por donde iría la carretera. Pero sí, al final se vio. “Madre mía, ¿por ahí hay que subir?”. Aquí empezó el calvario de la mayoría de los ciclistas. El ritmo alegre de unas horas antes se había hecho más lento, cansino. Las piernas ya no respondían igual a los requerimientos de la cabeza. El calor empezaba a ser insoportable. Nadie hablaba, cada uno concentrado en sus pensamientos y aguantando su sufrimiento.

Alpe d'Huez
Pero por mal que fuéramos todos guardábamos una reserva para el último puerto. El mítico Alpe d'Huez, en el que se han escrito tantas páginas memorables de la historia del ciclismo y nombres de leyenda han dejado su huella en cada una de las 21 curvas de que consta: Pantani, Sastre, Amstrong, Mayo, Coppi y tantos otros.

Alpe d’Huez es duro en sí, pero tras 165 km y 3.800 metros ascendidos, más 38 grados, se convirtió en un infierno. Nosotros, de latitudes mediterráneas, acostumbrados al calor, temimos caer víctimas suyas, pero todos los ciclistas provenientes del norte de Europa aún lo tenían más complicado. Y los peores presagios se cumplieron. Mientras subía los trece interminables km bajo un sol de justicia, pude ver cientos de ciclistas refugiados en las sombras de cada una de las curvas a la sombra de los árboles. Otros sumergidos en los torrentes que brotaban de la montaña. Algunos tirados en el suelo intentando recuperarse y acabar. Muchos vomitando los alimentos ingeridos para mantener sus fuerzas. Muchos participantes debieron ser atendidos por los servicios médicos.

¿Qué nos lleva a semejantes esfuerzos, a poner al cuerpo en esa situación límite? No lo sé. Supongo que el espíritu de superación, el deseo de materializar los esfuerzos de todo el año. Mientras subía me prometí que nunca más volvería allí. Ahora apenas dos semanas después ya no lo veo tan dramático. Como decía un compañero del club, los humanos tenemos memoria selectiva: tendemos a olvidar lo malo y a recordar lo bueno. Tanto Pedro como yo hubiésemos querido hacer mejores tiempos, pero en esta ocasión la satisfacción que tenemos, sobre todo, es no haber puesto pie a tierra y haber terminado la prueba. De los 8.000 ciclistas que comenzaron, solo 4.600 pudieron acabarla. Muchos por abandono y otros por no ser capaces de entrar antes del cierre de control. Así pues contentos... y a la búsqueda de nuevos retos.

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