Pepi y Pili, 37 y 39 años
- Ayer, Pili, fue un día negro de verdad, de esos que mejor lo hubiera vivido otra, una de esas que van tirando de servicios sociales y de ayudas para la integración y que están duras por dentro como la cara de los políticos por fuera. Porque de verdad te lo digo [se atusa la mecha púrpura con resignación y/o melancolía]: lo que yo viví ayer con el crío es para encerrarte una semana en el aseo y no parar de darte mascarillas relajantes hasta en el plúmbeo sitio. Esto de ser madre con conciencia puede llevarla a una al cataclismo psíquico en dos bofetadas.
- Pero cuenta qué demonios te paso, que pareces el preámbulo de una resolución judicial.
- Ya sabes que ayer nuestros críos tenían excursión con el cole. La típica y científico fantasiosa visita a una granja escuela. Esa pasmosa jornada entre bucólicos animales y hortalizas campechanas para intentar que comprendan que lo que comen también tiene su corazoncito y existencia trascendente. Pues a las ocho y cuarto de la mañana ya estaba del crío hasta el mismísimo tribunal constitucional. Media hora para tomarse los cereales con arroz crujiente y chocolate con leche Crunch de Nestlé, viendo, más parecido a un robot de cocina que a un ser humano, cómo Gokuh buscaba las siete bolas de dragón (¡vaya portento de dragón!), y todavía con el pijama puesto y la mochila por preparar.
- A eso se le llama en La Casa Blanca código rojo, creo.
- Sé que no tengo excusa, pero cuando ya has repetido las cosas quince veces más cinco ultimátums, tu voluntad es secuestrada por las más bajas pasiones; y entonces le di una bofetada. Casi no me lo creía. Fue el último sonido agresivo que se oyó hasta que el crío se subió al autobús. Y ahí es cuando empezó mi calvario. Un sentimiento de culpa horroroso comenzó a crecer dentro de mí. Noté cómo una mezcla del poso judeocristiano católico vaticanista y los conceptos teórico clínicos de la Psicología Psicoanalítica de Self sobre la vergüenza se apoderaba de todo mi ser, haciendo que las preguntas y reproches crecieran como champiñones en la oscura y fría caverna de mi alma repugnante.
- Jo, tía, pareces Espronceda en plan Tarantino.
- Me pasé el día martirizándome con la idea de que había sembrado en mi hijo una semilla negra que le iría chupando la sangre toda su vida hasta convertirlo en un ser incompleto, acomplejado e infeliz para siempre. De modo que en cuanto bajó del autobús lo abracé, y con lágrimas en los ojos le dije que me perdonara por la bofetada. Y el crío, con la misma expresión de robot de cocina de la mañana, me suelta que Qué Bofetada.
- Te entiendo. Eso puede abocarte al síndrome bipolar como un personal trainer a la prostitución.
- Le di dos bofetadas y lo empotré en el coche [se atusa la mecha púrpura con resignación y/o melancolía]; y no le di más porque empezó a llover.
- Es que eso no se le hace a una madre.