Personas que desprenden un aroma a colonias que parecen de otra época más amable
Todos los días a las siete y media de la mañana me subo al autobús urbano número 7 en la esquina de Niebla con Luz, me siento en la última fila y descanso mi bolso sobre mis rodillas. Casi siempre me encuentro con las mismas personas, sentadas en los mismos asientos, con las mismas expresiones de frágil voluntad.
Personas que se han levantado, se han aseado y se han vestido de forma humildemente respetable, personas que desprenden un aroma a colonias que parecen de otra época más amable. En los veinte minutos que dura mi trayecto algunas se bajan y otras se incorporan, en un ritual silencioso y algo melancólico, como una breve metáfora de un destino más grande que nosotros y que solamente nos incluye para alcanzar indescifrables objetivos. Yo no estoy loca, pero lo voy a estar. Las personas que van conmigo en el autobús no están locas, pero lo van a estar. Es cuestión de tiempo. He aprendido a ver lo que hay detrás de sus semblantes silenciosos. Algunas simulan ir a trabajar, pero están en paro y todavía no lo han dicho a sus familias. Otras ya no esconden que no tienen trabajo, pero suben todos los días al mismo autobús y a la misma hora para no sentir que se ha abierto una grieta que les está excluyendo de su vida anterior. Otras apuran el propio vacío antes de colocarse las máscaras que llevarán gran parte del día en trabajos hacia los que no sienten nada especial. Y unas pocas están madurando ya bajo sus caras la futura transformación. El próximo lunes, una de estas últimas personas, subirá al autobús vestida de Elvis Presley, se sentará en su sitio sin decir palabra y se bajará en la parada habitual. Lo hará tres días seguidos, y el jueves, a mitad de trayecto, se plantará en medio del pasillo y cantará el Rock de la cárcel con una voz trémula y desafinada que no provocará ni risas ni reprobaciones. Volverá a hacerlo el viernes, y después del angustioso intervalo del fin de semana, el lunes lo repetirá acompañado de otro viajero que ha subido vestido también de Elvis Presley. Los dos cantarán el Rock de la cárcel con una intensidad desabrida y como si no existiera un mañana. El martes una mujer subirá vestida de Marilyn Monroe, se sentará en su sitio habitual, y sonreirá con una mueca torcida al volverse para decirle a la persona que está en el asiento de atrás que va a la Casa Blanca para encontrarse con John Kennedy. El miércoles una mujer joven que siempre mira todo el tiempo a través del cristal como si pudiera ver el pasado subirá vestida de Diana de Gales y mirará a través del cristal para ver su futuro. El jueves un hombre subirá vestido de Napoleón Bonaparte, se paseará arriba y abajo por el pasillo con aire solemne, y después se sentará en la primera fila diciéndole al conductor que ponga camino a Fontainebleau para firmar el tratado que le permitirá entrar en España. El viernes yo subiré al autobús vestida de Blancanieves y me tumbaré en los cinco asientos de la última fila para morir con la certeza de que al final del trayecto un príncipe me besará y me resucitará y nos casaremos en un hermoso castillo de la Baja Franconia alemana. Y así, en días sucesivos, todos adoptaremos nuestras verdaderas almas hasta que estemos locos, y a bordo del autobús urbano número 7 abandonaremos la realidad de este país como quien se quita un tiro de la cabeza.