Piedras muy pequeñas tratando de tumbar a un gigante muy grande
No me resulta fácil hablar de ello, ¿sabe? Es de ese tipo de cosas que simplemente ocurren, no hay que buscarles justificación ni moraleja; al menos así lo veo yo. Pero, en cualquier caso, no me resulta fácil tener que verbalizarlo, porque cuando hablo de ello, las palabras parecen piedras muy pequeñas tratando de tumbar a un gigante muy grande.
[Remueve la taza de café mientras mira, a través del amplio ventanal de la cafetería, la céntrica avenida dulcemente importunada por la lluvia.] Mi padre era una persona fuerte y vitalista, de complexión rotunda, que siempre estaba dispuesto para ayudar en la mudanza de un amigo o para realizar trabajos en la casa de campo de la familia o para jugar al tenis. Y una de esas cosas que hacíamos invariablemente juntos era salir los domingos a caminar por el monte. Hace siete años (él acababa de cumplir 63; yo tenía 38), fuimos a La Serrella, una montaña impresionante en la que nunca habíamos estado.
Dejamos el coche en Confrides. Eran las siete y media de la mañana del 18 de enero de 2004. Casi no había amanecido cuando iniciamos la ascensión. Él, como siempre, iba delante abriendo la marcha, ofreciendo su cuerpo al frío. [Bebe un pequeño sorbo de café, como si no apurarlo del todo le diera cierto tipo de ventaja o garantía.] Tomamos varios senderos, cada cual más retorcido y angosto, y justo cuando llevábamos una hora caminando y nos habíamos detenido para reconsiderar nuestra ruta, mi padre perdió la mirada, se agarró el pecho con una mueca de sorpresa y se desplomó como un fardo. Me arrodillé a su lado, con mi corazón bombeando a toda máquina, y traté de comprender lo que estaba ocurriendo. Enseguida pensé en un ataque al corazón. Le tomé el pulso, pero no pude estar seguro de si era el suyo o el mío el que sentía. Acerqué mi mejilla a su boca, y con la temperatura que había y con el ligero viento, tampoco supe si respiraba.
Saqué el teléfono móvil, pero en aquella época era habitual no tener cobertura en la montaña, y desgraciadamente así era. Levanté su cuello y coloqué la mochila debajo para que la garganta estuviera recta. Empecé el proceso de reanimación cardiopulmonar que había aprendido muchos años antes en un cursillo de primeros auxilios. Comencé con dos insuflaciones boca a boca seguidas de treinta compresiones torácicas. Presionaba con el ritmo adecuado y contaba en voz alta, interrumpiendo algún número para gritar socorro con todas mis fuerzas. Después de cuatro grupos de ventilaciones y compresiones hice un reconocimiento, y creí sentir algo de vida en él. Reanudé el proceso gritando socorro de vez en cuando, con la esperanza de que alguien me escuchara. [Bebe otro pequeño sorbo de café y se queda jugueteando con la taza.]
Estuve más de una hora haciendo aquello. Llegó un momento en el que mi cansancio pareció anestesiarse, y una paz extraña nos rodeó como una oración. Yo besaba a mi padre para darle oxígeno, mientras el paisaje despertaba y la luz crecía. Seguí haciendo aquello incluso cuando ya sabía que era inútil. Lo besaba y le oprimía el pecho, como un ciclo de amor y rabia, y contaba (cinco-y-seis-y-siete-y-ocho
) con cada compresión como una monótona plegaria de impotencia e incomprensión, una cuenta que todavía hoy, algunas noches de invierno, me sorprendo murmurándome, como si me faltara el oxígeno.