Por fascículos que llevan una pieza y el número uno vale un ridículo euro o así
Lo cierto es que yo siempre había sentido una infantil fascinación por las maquetas de barcos antiguos de esas que tienes que construir tú mismo, como las que anuncian por fascículos que llevan una mísera pieza y el número uno vale un ridículo euro o así (aunque después los siguientes se encarecen delictivamente y al final si sumas las tropecientas semanas que has estado pagando fascículos resulta que casi podías haber comprado el susodicho barco a tamaño natural y con tripulación).
Y lo curioso es que al principio del año pasado, quizá inoculado subliminalmente por alguna propaganda traicionera, se me despertó con fuerza el curioso deseo, y me lo pasé entero con el gusanito de comprarme una de esas maquetas y mirando una foto publicitaria que había recortado de una revista con la estampa de un tipo de edad madura ensimismado en la contemplativa y delicada tarea de pegar pequeñas piezas, inclinado sobre una cálida mesa de madera donde pequeños y numerosos objetos estaban dispuestos de manera elegantemente clínica, e imaginándome que yo era aquel tipo guapo que irradiaba concentración y seguridad y equilibrio y en posesión de su vida, pero resistiéndome a comprármela (la maqueta) para no parecer caprichoso o extravagante y por supuesto sin tener que pasar por la tortura de adquirir un fascículo todas las semanas y tener que esperar a la semana siguiente para conseguir una pieza nueva y todo ese rollo comercial cronológicamente psicótico. De modo que cuando se acercaba el final del año pasado me dediqué sistemáticamente a soltar en casa que esas Navidades lo que más ilusión me hacía era que los Reyes Magos, aunque tuvieran que unir esfuerzos y concentrar su magia (entiéndase esto como el aporte económico de todas las partes para consumar mi deseo), me dejaran un solo regalo consistente en una maqueta de barco antiguo para construir. Como mi familia es buena y agradece que le ahorren el agrio asunto de tener que pensar qué elegir para regalar en tan señalada fecha, unieron sus esfuerzos monetarios y el día seis de enero por la mañana tenía una enorme caja debajo del árbol de Navidad. Lo cierto es que me precipité lleno de lujuria sobre la caja, le quité a zarpazos el papel de regalo decorado con pastorcillos y ovejitas pintados al modo de Chagall, la abrí sin mostrar el más mínimo respeto por los diseñadores de envases, y cuando contemplé las innumerables piezas que había allí, algo hizo clic dentro de mí y me sentí extraño. En los días siguientes, después de habilitar todo el material en mi vieja y carcomida mesa de despacho del trastero, me dispuse a recrear aquella imagen que yo había contemplado en la fotografía. El primer día empleé tres horas en comprender dónde iba cada pieza de la cubierta inferior del barco. El segundo día tardé cuatro horas en pintar catorce piezas de tamaño grande. El tercer día necesité cinco horas en pintar diez piezas de tamaño medio. El cuarto día empecé a pintar unas piezas minúsculas e inaprensibles, y cuando llevaba seis horas y viendo que me quedaban setenta y cinco piezas iguales o menores, sufrí lo que podríamos denominar un terapéutico ataque de nervios naval. Junté todas las piezas de la maqueta y las golpeé con un martillo de buen tamaño unas cincuenta veces. Después sentí que podía empezar una nueva vida.