Por lo reseco que se le veía parecía que hubiera atravesado un desierto a rastras
Me ingresaron en el hospital y me colocaron en una habitación en la que había otro paciente. El hombre estaba tumbado en la cama con un respirador que le tapaba la nariz y la boca, mirando al techo y con aspecto de estar sufriendo mucho. Tendría unos cincuenta años, y se le veía reseco y gastado como si hubiera atravesado un desierto a rastras.
Respiraba con dificultad, como un pez que estuviera fuera del agua, realizando largas inspiraciones. Sí, parecía un pez de esos que se salan y se dejan secar, pero más grande y metido en una cama. Daba la sensación de que en cualquier momento una de aquellas inspiraciones iba a ser la última. Después de las presentaciones, siempre extrañas en estos lugares y con ese aroma a sala de espera de dentista, se levantó un poco la máscara y me dijo que tenía los pulmones desechos. Tardó tres veces más del tiempo que habitualmente se necesita para decir algo así. Su voz era un ronquido áspero con finales chillones y lo imaginé como un complejo instrumento de viento que hubiera sufrido un desperfecto grave. No quise preguntarle por los detalles, pero me dijo que desde hacía tres años le crecían cosas negras y purulentas dentro de los pulmones, y que la cosa había llegado a un punto en el que pintaba realmente mal. No quise importunarlo con mi propia historia, y después de un breve silencio, cerró los ojos y siguió interpretando su monótona y agria partitura sobre la enfermedad y el tiempo. Más tarde llegó su mujer y se quedó el resto del día. Ella se limitó a estar allí sentada y a pasarle de vez en cuando una toallita por la frente, como si aún quedara algún resto de humedad en aquel consumido cuerpo. Tuvo un par de visitas, ambas llenas de frases entrecortadas y silencios incómodos. Nadie vino a visitarme a mí, porque yo no tenía a nadie que deseara venir a visitarme. Después de la cena, su mujer se marchó dándole un beso en la frente casi como una disculpa, y nos quedamos a solas. En la ventana, el cielo era negro y tenía un suave sarpullido de pintitas blancas. Cuando los ruidos del hospital decrecieron hasta la inconfundible y fofa acústica de la quietud nocturna, y después de la última visita de la enfermera, se quitó un poco la máscara y me dijo que, cuando era un bebé, estuvo a punto de morir ahogado. Su madre lo estaba bañando, se descuidó un momento, y él quedó bajo el agua durante unos interminables segundos. Pero su madre se dio cuenta a tiempo y lo sacó del agua. Me dijo que, aunque obviamente solo conocía la historia porque se la contaron mucho después, últimamente pensaba mucho en ella, porque tenía la sensación de que desde aquel momento, aunque su madre lo había rescatado del agua, se había pasado la vida aguantando la respiración. Se puso la máscara, cerró los ojos y continuó con su soliloquio de asfixiados estertores. Después me dormí. [Pausa] Unas horas más tarde me desperté. Me levanté con cuidado y me acerqué a su cama con mi almohada. Su pecho se inflaba lentamente al compás de sus rasposos ronquidos. Le quité la máscara, le coloqué la almohada sobre la cara, deposité encima todo el peso de mi cuerpo, y le murmuré que no se preocupara, que mamá había vuelto para enderezar la historia tantos años torcida. Cuando dejó de resistirse, algunas máquinas emitieron un pitido. Quité la almohada y miré su rostro. Parecía como si se hundiera hacia el fondo de un verdoso estanque. Le puse la máscara, regresé a mi cama, y me dije, esperando a que llegaran las enfermeras, que uno no puede pasarse la vida entera aguantando la respiración; es más práctico aprender a respirar bajo del agua.