Fiestas

Pregón de Navidad, por D. Ángel Bonavía

A continuación, reproducimos de manera íntegra el Pregón de Navidad pronunciado el pasado sábado, en una Casa de la Cultura llena a rebosar, por D. Ángel José Bonavía Albeza, párroco de la Iglesia de Santiago. Acompañan al texto fotografías del Belén 2006, realizado por la Asociación de Belenistas de Villena.
Muy buenas noches. Un saludo para todos. Y un saludo que quiere ser, a la vez, un agradecimiento a la Asociación de Belenistas de Villena. Gracias, Juan, por invitarme a hacer este Pregón de Navidad. Mi agradecimiento a todas las personas que estáis aquí. Como sois amigos, vuestra presencia me hará estar un poco menos nervioso. Gracias. Y vamos a comenzar.

Cuenta una tradición que cuando a S. Francisco –inventor del belén– le preguntó uno de sus hermanos, el hermano León, ¿qué es la Navidad?, S. Francisco respondió balbuciendo: “Es Belén, es paz, es gozo, es esperanza, es bondad, es amor, es luz, es ternura, es amanecer… es silencio. Y fue la noche en que vino Dios”. También hoy nos podemos seguir preguntando qué es la Navidad, y la respuesta podría ser: Es niño, es debilidad, es cielo, es contemplación, es alegría, es belleza, es canto, es renovación, es familia, es solidaridad... es Dios que sale a nuestro encuentro.

Y a mi modesto entender, esta palabra, encuentro, puede explicamos claramente el sentido más profundo de esa misteriosa realidad: cómo es eso de Dios-Hombre, Carne-Espíritu. Nuestra vida es encuentro. En muchas ocasiones encuentro con lo desconocido... o casi. El ser humano, la persona, no puede vivir en solitario. No es bueno que esté solo. Estamos llamados a encontrarnos y, además, ese encuentro no puede ser ni casual, ni interesado, ni mucho menos impuesto. El encuentro entre personas está destinado a ser en libertad y para ser felices. La soledad es mala consejera, dice un proverbio castellano.

Todo lo que se ha escrito sobre la Navidad, podría resumirse en esta frase: La Navidad es el encuentro con el misterio. Dicho así parece muy sencillo. Pero también es cierto que pueden surgir unas cuantas preguntas para que no sea tan fácil esta afirmación: ¿Cómo se realiza ese encuentro de Dios con nuestra carne? ¿Qué exigencias y qué consecuencias nos podrían plantear ahora? ¿Es algo que merece la pena celebrar? Pero, ¿de verdad lo celebramos?

Es cierto que vivimos una época más bien “calculadora”, de poco riesgo, nos encanta la seguridad, y queremos saberlo todo, descubrirlo todo, investigarlo todo... y con tanto rigor científico que apenas nos queda tiempo ni sensibilidad para el misterio, para el asombro. Lo que en tiempos pasados se consideraba “enigmas del universo”, “el misterio de la vida”... hoy con un buen telescopio, unas cuantas naves espaciales y la “ingeniería genética”... queda explicado (no estoy haciendo –ni mucho menos– crítica del progreso, sino sólo constatando una evidencia, un dato).
En esta sociedad nuestra tan rica y tan “a ras de tierra”, ¿qué espacio queda para la Navidad, para el Misterio? Yo os voy dar mi propia respuesta: el más importante, el del corazón. Ese espacio, afortunadamente, resiste todos los atropellos de la técnica. Todavía las razones del corazón siguen siendo “algo misteriosas”.

Hace unos años lo decía un teólogo brasileño: “Vivimos a menudo conflictos a vida o muerte. No somos hermanos ni hermanas los unos para los otros y, no pocas veces, somos enemigos. Pero, a pesar de todo, la Navidad crea, aunque sea por unos instantes, paz y reconciliación. Ante el pesebre nos sentimos hermanos y hermanas incluso respecto de los animales. Todo se hermana: el radiante cielo se ha unido con la oscura tierra...”. Pues bien, de esto se trata. Supongo que quienes nos hemos reunido aquí, pretendemos dejarnos llenar –y no sólo por unos días– de ese espíritu de hermanamiento, de encuentro en definitiva, que significa la Navidad. Cuando dejamos que Dios se meta plenamente en nuestra vida, cuando le dejamos que se integre en nuestro mundo, cuando le dejamos hacerse uno de nosotros... entonces, es Navidad.

Un pequeño paréntesis: algunos amigos me dicen que a ellos no les gusta la Navidad, que la Navidad les pone tristes. Y, mirada la cosa con ojos humanos, lo entiendo. La Navidad es el tiempo de la ternura y la familia y, desgraciadamente, todos los que tenemos una cierta edad vemos cómo en estos días sube a los recuerdos la imagen de los seres queridos que se fueron. Uno recuerda las Navidades que pasó con sus padres, sus hermanos... y parece que dolieran más esos huecos que hay en la mesa. Pero, creo, sin embargo –y teniendo en cuenta todo esto que acabo de decir–, que son infinitamente más las razones para la alegría que esos rastros de tristeza que se nos meten por las rendijas del corazón... tan inevitables a veces. Cierro el paréntesis.

Es Navidad porque el Hijo de Dios se hace Hijo de hombre. Y esto lo cambia todo. Cambia el sentido de nuestra vida porque para Dios valemos mucho más de lo que jamás podríamos imaginar. Y no por lo que podamos saber, tener o poder. Valemos por lo que somos. Valemos lo que puede valer una pequeña criatura, acostada en un pesebre, sin nada que pueda distraer su dignidad. A partir de este encuentro que se produce en Navidad, Dios no dará nunca la espalda al hombre, a ningún hombre. Y no hay canto, ni grito, ni abrazo, ni banquete, ni horas del día, para celebrar una alegría como ésta. En Navidad se cambia el sentido de nuestro mirar y de todo nuestro sentir. Porque si Él nos ha “encontrado”, si se ha hecho de nuestra carne, si ha tomado nuestras manos, nuestros ojos, nuestro corazón, nuestro ser... quiere decir que está y estará siempre en nuestro caminar.

Pero el ser humano es muy curioso y se sigue preguntado: “Si Dios está aquí, si ha enviado a su Hijo, ¿dónde podemos encontrarle?”. Es posible que alguien me llame iluso. Pero mi experiencia me dice que no es, que no es, repito, que exista un gran vacío de Dios en la sociedad actual. Lo que hay, en muchos casos, es un aburrimiento de las formas con las que se está transmitiendo a Dios. Pienso que hay una saturación de señales de dirección prohibida, de multitud de flechas asegurando el verdadero y Único camino y, a la vez, una grandísima falta de una buena noticia que alegre y libere a multitud de personas agobiadas por mil y una razones. Y, además, encontrar la mejor manera de hacerla llegar a todos.

Quizás por eso, porque andamos tan ocupados en los mil problemas que nos rodean –o que nos inventamos–, no nos damos cuenta de que Dios se nos ha colado por la puerta trasera de este mundo y está entre los que cultivan una parcela de silencio, entre quienes entregan su tiempo a los demás o construyen un mundo más justo, solidario y en paz. Y todavía podríamos concretar mucho más esos “lugares” de encuentro con el Dios-que-viene. Nos lo encontramos donde hay personas hambrientas de dignidad, sedientas de justicia. Donde se rechaza el “todo vale” con tal de que dé dinero o poder. Donde se compite no por imponerse a los demás, sino por hacer bien las cosas. Donde se valora al otro por lo que es y no por “de donde viene”.

Hace unos años decía Juan Pablo II: “Navidad es la fiesta del hombre… Dios se ha complacido en el hombre por medio de Cristo. ¡El hombre no se puede destruir! ¡No está permitido humillarlo! ¡No está permitido odiarlo!”.

Permitidme hacer otro paréntesis. En la carta a los Gálatas –escrita por Pablo entre los años 55-57 d.C.–, dice de Jesús: “Nacido de mujer” (Gal. 4,4-6). Nosotros, aquí en Villena, eso de “nacido de mujer” lo tenemos muy claro. Hace apenas un par de meses le estábamos gritando “vivas” a la Madre... y al “niñico”. Y María, la Virgen de las Virtudes, es Madre de Dios y Madre nuestra. Y así se lo decimos con orgullo. Sabemos muy bien que en la carne de María se han encontrado dos mundos: el del ser humano, que busca siempre un poco de “altura”, y el de Dios, que nace en medio del campo. Y ese hombre o mujer que, metido siempre en sus “soledades”, busca encontrarse con “alguien", se encuentra con Dios “acampado” en la tierra de María. Y desde entonces, dijo alguien, Dios hizo “las américas” humanas y el hombre logró su empeño de hacer a Dios de su raza. Y desde entonces la vida ha roto su soledad, a todos ganó el amor, la noche de Navidad. Cierro el paréntesis y termino.

Para nosotros, ese encuentro con el misterio debe tener alguna consecuencia práctica. No sólo por celebrar algo que ocurrió, sino algo que sigue ocurriendo. Porque al encontrarnos con lo divino algo debe cambiar en nuestra vida. Por eso:

Si tienes tinieblas, enciende tu faro: La Navidad es luz. Es tener las lámparas y las velas encendidas. “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande”. Y recuerda: la mejor luz es la que viene de dentro. Así que a “encenderse tocan”. Vamos a encendernos en el sol que nace en Belén.

Si tienes amigos, búscalos. La Navidad es encuentro. No se puede celebrar la Navidad a solas. La Navidad es mesa común. Dios salió al encuentro del hombre al principio de la historia y, por fin, lo encontró en Navidad. Ya no podemos hacer otra cosa más que buscarnos unos a otros, encontramos... y caminar juntos.

No hay duda de que son muchas las palabras que nos hablan de Navidad. Sentimiento, alegría, compartir, crecer, rezar, fortalecer, animar, consolar, entrega, perdón, canto, belén, nacimiento, esfuerzo… y podríamos seguir añadiendo muchísimas más. Desde hace algunos años siempre tengo presente, en estos días, un breve poema de un autor casi desconocido, Joaquín Suárez Bautista. Entresaco algunas frases y termino:

Porque la navidad es encuentro, don, regalo,
te voy a regalar lo mejor de mi tiempo. Te regalo ese rayo de sol al caer la tarde y la mansa lluvia de otoño.
Regálame unos zapatos con alas para salir volando a tu encuentro y una gabardina de coraje y un paraguas para afrontar las inclemencias del tiempo que vivimos.
Un globo, una cometa y un triciclo, para recuperar la infancia.
Un verso, un poema, la mejor nota de la mejor canción.
Una silla en mi casa, un plato en mi mesa...
y un niño en pañales. La Palabra hecha carne, que en Villena acampó.

¡Feliz Navidad!

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