Que estén muertos les otorga una previsibilidad que los vuelve encantadores
Me encanta ver fotos de gente que ya ha muerto. Me encanta fijarme en los detalles de sus rostros y cuerpos e interiorizarlos, establecer una relación íntima con ellos, incorporarlos a mi (todavía) vida. [Abre uno de los muchos álbumes de fotografías que tiene sobre el escritorio y pasa las hojas con emoción.]
Me encanta mirar sus facciones, congeladas para una extraña inmortalidad inaprensible en el instante mismo de ser fotografiadas, y saber que ya no están, que no existen como humanos en este mundo material, que han completado el ciclo; y sin embargo, yo puedo verlos ahí, sonrientes en muchos casos, inofensivos, fuera ya de este tiempo omnívoro e imperfecto, como regalos. Y ya no me importa si son famosos o desconocidos, o si eran ricos o pobres o santos o pecadores o estaban locos o tuvieron una existencia vacía de anhelos o rebosante de altos ideales. Aunque puestos a preferir, me gustan más los desconocidos de los que no sé nada, o de los que solamente tengo unos pocos datos, como los que acompañan a las lápidas de los cementerios (de las que por cierto tengo una imponente colección de fotografías maravillosas), que los amigos y familiares, porque en el caso de estos últimos el componente emocional enturbia un poco la limpieza y fluidez de la relación, ya que siempre queda algún reproche sin aclarar o alguna culpa sin perdonar. Pero, en cualquier caso, lo único que necesito saber de ellos es que ya han exhalado su último dióxido de carbono. Porque el hecho de que estén muertos les otorga una previsibilidad y transparencia que los vuelve encantadores, unos acompañantes considerados y dóciles que no te van a cambiar de idea a la mínima ocasión o te van a traicionar por una necesidad mundana y vulgar. Lo cierto es que el hecho de que estén muertos me proporciona una seguridad y felicidad que no encuentro, y no se ofenda, con los vivos como usted. De hecho, llevaba sin hablar con un vivo desde hacía bastante tiempo. Si he accedido a hablar con usted es por la sencilla razón de que se ha mostrado comprensiva y ha consentido mi única condición. [Sigue pasando páginas del álbum y ojeando las imágenes con devoción entre tierna y catatónica.] Porque no me negará que los vivos son un incordio, un verdadero dolor de cabeza. Nunca puedes estar segura de por dónde van a salir, con todas sus manías y proyectos y rencores y deseos absurdos. Los vivos, sin excepción, tienen el don de propagar la desgracia y el terror. Fíjese en el resultado, si no. Estamos rodeados de guerras y violencia y odio y temor. [Cierra el álbum lentamente y con semblante sombrío, que de inmediato se transforma en una mueca pícara.] Y ahora, ¿qué le parece si cerramos nuestro trato? [Abre un cajón del escritorio y saca una cámara fotográfica.] Trate de estar relajada, imagínese eterna. [Y dispara unas cuantas fotografías con gestos muy profesionales y palabras seductoras.] Creo que ha quedado magnífica. [Vuelve a guardar la cámara en el cajón.] Y por favor, no se olvide de dejar la orden de que alguien me avise cuando usted muera; sí, ya sé que es mucho más joven que yo [pone cara de niña a la que le han prometido un helado], pero con lo puñetera que es la vida, he aprendido a no perder nunca la esperanza.