Que yo era una caja de regalo antes de que nadie le meta un regalo dentro
Mis padres son gente buena. Son de esa típica gente que se pasa la vida intentando ver la parte buena de las cosas, aunque sin grandes muestras de alegría, con el típico y humilde actuar prudente de las familias de clase modesta pero orgullosa. Y fueron muy buenos conmigo durante mi adolescencia y primera juventud.
Porque yo era una chica bastante pasiva y sin objetivos. Mi tía, que es la típica pariente que suelta las típicas frases hirientes del tipo pues es muy mona la chica esa que trabaja con tu marido en medio de una comida familiar mientras te pasa la ensalada sin dejar de sonreír, decía de mí que no tenía mundo interior, que yo era una caja de regalo antes de que nadie la compre para meter un regalo dentro. Lo decía porque yo siempre he sido mona, con una cara aniñada y sonrosada que provoca en la gente las típicas exclamaciones infantiles. Mis padres, como es típico en ellos, se mordían la lengua haciendo uso de su proverbial diplomacia. [Se ajusta el corpiño de látex.] El caso es que ellos se pasaron mis años de inicio de la universidad, en los que empecé y abandoné tres carreras por mi típica actitud pasiva y desmotivada, diciéndome que no me preocupara, y añadiendo la típica frase de que no tenía que tener prisa hasta que encontrara mi verdadero camino en la vida. Les gustaba terminar nuestras típicas sesiones familiares sobre mi futuro con esa frase tan condescendiente y melodramática y guay de padres comprensivos. Y es que no podían evitar acabar cada una de aquellas sesiones emocionalmente contenidas con ese típico y un poco superficial tipo de paciencia, mezcla de fe y resignación, que les permitía aplazar cualquier postura hacia mí y mis vaivenes. [Prueba la flexibilidad de una fusta negra terminada en varias hebras con diminutas borlas de metal.] Hace dos meses llegó el día que tanto deseaban y temían que no llegara. Nos reunimos en la cocina, como siempre, y les dije que había encontrado mi camino en la vida. Sus rostros se iluminaron entre contrariados y exultantes. Mi madre me abrazó sin recato, cosa que no recuerdo que hubiera hecho nunca, y mi padre mantuvo una vertical y orgullosa estampa, pero con los ojos vidriosos al borde de un sincero llanto. Se palpaba en el ambiente el típico nerviosismo de los momentos importantes de una familia. Entonces mi madre, entrelazando sus manos en actitud suplicante, me pidió que les contara todo sin ahorrarme detalles. Delicadamente les solicité que se sentaran, me senté yo también al otro lado de la minúscula mesa de cocina laminada imitando burdamente madera veteada, y les dije que me había hecho actriz de cine para adultos, también conocido como pornográfico. [Agita la fusta con violencia provocando un restallido en el aire.] Sus caras se congelaron en la típica expresión de conflicto interior no resuelto, y al poco esbozaron una sonrisa rígida, como reseca, y mi madre dijo: ¡Qué bien! Conocerás a mucha gente... A lo que mi padre añadió: Y parece un trabajo muy... agradable. Me dio un poco de pena no decirles toda la verdad y no contarles que me había especializado en sadomasoquismo, pero es que no quería que se preocuparan por si me hacía daño o cosas así. Lo típico; usted lo entiende, ¿verdad?