Quedé magnetizada por sus ojos grises melancólicamente suicidas
Volver a salir con alguien después de un divorcio es algo delicado. Yo estuve año y medio fuera de circulación, invadida por dudas inacabables y fantasmas atroces. Hasta hace unos meses, que conocí a Guillermo. Guillermo entró en mi empresa como adjunto de relaciones laborales en el departamento de recursos humanos, y ya eso fue una premonición.
Me quedé magnetizada contemplando su metro noventa, su bonito y cuidado largo pelo castaño de aroma balsámico, sus ojos grises como pozos melancólicamente suicidas, su recio cuerpo jónico de gimnasio diario, las colas de dragones tatuados asomando por los antebrazos que las mangas de su camisa apenas recogidas dos vueltas dejaban ver y que te empujaban ferozmente a imaginar cómo criaturas tan mitológicas cabalgarían más arriba aquellos bíceps clorofórmicos, y, en fin, después de tantos meses superé el divorcio en tres días igual que si hubiera recibido una sentencia judicial irrevocable; justo el mismo tiempo que necesité para enterarme de que estaba soltero y sin compromiso y que teníamos exactamente la misma edad. Si bien es cierto que desde el primer momento tuve unas ganas enfermizas de precipitarme sobre él y mancillarlo hasta la degeneración, antes de intentarlo también tuve la consideración de propiciar dos citas con velada civilizada incluida para que nos conociéramos mejor y surgiera esa cosa inaprensible que convierte un simple polvo en parte de una historia, aunque sea una historia breve y previsible. Pero a la tercera cita, envuelto mi espíritu por un sentimiento romántico inquietante, decidí ir a por todas. Para ese momento ya había aprendido a valorar en él sus ademanes masculinos, su firme voz parecida a la de un doblador de actores tipo George Clooney, sus opiniones sensatas pero expuestas de forma chispeantemente divertida y su total falta de engreimiento. Durante la cena en un pequeño restaurante francés hice todo lo posible, pero con elegancia, para indicarle mi axiomático interés en conocer su dormitorio. Y ya en él, rayando la pecaminosa medianoche, entre jadeos empecé a quitarle los pantalones con ofídica habilidad. Todo parecía ir de maravilla, hasta que él dijo con voz infantil pronto vas a conocer a Bambi. Sí, reconozco que soy lenta para algunas cosas, pero tardé unos segundos en comprender lo que me estaba diciendo. Y él se dio cuenta y añadió Bambi quiere encontrar a una cervatilla cariñosa que le haga feliz, y se sacó la cosa y la puso delante de mis narices. Quizá soy un poco escrupulosa para algunas situaciones, pero lo cierto es que mi libido se desplomó como las acciones de una constructora levantina. Porque resulta que Bambi siempre ha sido uno de mis personajes preferidos, y aquella grotesca suplantación suponía una agresión a algo que siempre había permanecido inmaculado en mi mente. Además, ¿por qué muchos hombres tienen la psicótica manía de ponerle nombre a su pene? ¿Acaso necesitan proyectar en su pene sus más íntimos delirios? Tuve que simular una repentina bajada de tensión para justificar mi dramático repliegue, y al día siguiente, en la oficina, restituir nuestra relación a una estricta dimensión profesional. Pero ahora el problema es que, aunque lo he intentado, ya no puedo ver la película de Bambi sin la interferencia violenta de un sentimiento de pérdida total de algo impalpable pero íntimo, algo así como mi esperanza o mi infancia o lo quedaba de ambas.