Cultura

Querido diario: Vacaciones de 2013

Qué difícil es hacer esto después de unos cuantos días de vino y rosas. Alejado de mi incombustible Villena y todas sus sorpresas. Ignorante del transcurso laboral tanto como de la cosecha de pimientos, guindillas y cherrys. Me refiero a escribir, como cada semana. Escribir, aunque sea para revelar que uno es incapaz (yo entre miles) de tomarse vacaciones de sí mismo. De modo que si no recuerdo mal estamos en La Mata, Torrevieja, en un apartamento que generosa y reincidentemente nos han cedido el tío José María y mi madrina la tía Isabel. Ya saben: piscina comunitaria y la playa a cinco calles. Un capricho que pese a ofrecer pocas aventuras viene a resultar el mismo paraíso para el señor S.
Atento a las modas veraniegas, lo primero que percibo es el curioso bronceado que exhiben no pocas personas a la altura del bíceps. Consiste en dejar alrededor del brazo una franja de uno o dos centímetros sin broncear. El estilismo se completa con un rectángulo de aproximadamente seis por diez, también blanquecino, en la parte exterior del brazo. Una vez detectada esta nueva tendencia, tomamos unas sardinas en uno de los chiringuitos de la playa acompañadas de alguna bebida moderadamente alcohólica. Como por inercia asoma entonces en la conversación el asunto del precio de las sardinas, y ya por costumbre saco yo a la palestra aquel lejano recuerdo de José Pollo, cuando andaba con su familia por Benidorm comprando las sardinas a duro. Ahora ya andan por los veintidós duros. A lo que aplicado un cálculo de aprendiz de cubero –o de “estadista europeo”– llegamos a la conclusión de que la sardina se ha revalorizado en un tropecientos por mil: de modo que si su precio en la década de los ochenta era de cinco pesetas (0,0299 €) asada a pie de playa, veintidós años después es de veintidós duros (0,6666 €) en idénticas condiciones. Un incremento, dadas las dificultades en su captura y el coste de la vida, similar al repercutido en mi nómina.

Tampoco es momento de hacerse mala sangre: así que pasamos de calcular las horas trabajadas para pagar el aperitivo vespertino y damos un pequeño paseo gratuito. El mar susurra cerca y en la orilla se pueden ver los chivatos de luz en la punta de las cañas de pescar, el faro de Santa Pola y los faros de alguna embarcación en mitad de la nada. En soledad, en pareja, en familia o en grupos, cientos de pies avanzan, se detienen, apuntando a cualquier dirección. Se diferencian aquellos que ya han pasado el período de adaptación porque aunque aparentemente erráticos no muestran signos de duda. Los nuestros por ejemplo todavía se desplazan con excesiva energía, intranquilos, sin conciencia todavía del cambio de escenario. Los del señor S. se arrastran ahora, porque él –sin conocer ese estado afortunado que poco a poco agota– continúa en el tiempo donde todo es nuevo de uno u otro modo. Y así pasan los días.

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