Abandonad toda esperanza

Ramón

Abandonad toda esperanza, salmo 284º
Cuando se da clase de Literatura en Secundaria, pronto se descubre que uno de los pocos autores que consiguen hacerse querer por los alumnos sin necesidad de que el profesor recurra a triquiñuelas didácticas de dudosa calaña es Ramón Gómez de la Serna. O sea, Ramón. Porque a esas edades se tiene la costumbre de referirse incluso por escrito a Quevedo, Unamuno o Machado llamándolos Francisco, Miguel o Antonio -también Manuel, si se tiene confianza con la familia-, y este es el único caso en el que no solo no les corrijo, sino que les insto a que lo traten con confianza y como él quiso firmar buena parte de su obra. Si además les proyectas -pueden buscarla en YouTube, vale mucho la pena- esa peliculita de 1928 titulada El orador, en la que se le ve arengando a las masas en el parque del Retiro con una descomunal mano de goma, ya te los has ganado del todo. Y conste que lo de peliculita lo digo porque es un cortometraje y sin ninguna connotación despectiva, como sí usaba el término un cabreado Federico (o sea, García Lorca) para referirse a Un perro andaluz de sus amigos Luis y Salvador (o sea, Buñuel y Dalí), estrenada también aquel mismo año.

Y aunque fue casualidad que por aquel entonces realizase el feliz hallazgo, no deja de ser una suerte de justicia poética que con buena parte del primer dinero que cobré por dar clase, todavía en pesetas, le devolviera a Ramón parte de lo que me había dado y me daría -como lector y como docente- comprando un ejemplar de la primera edición de Automoribundia, sus memorias publicadas en Buenos Aires en 1948. Ya les adelanto que no me pidan que se lo preste, porque ese libro no sale de mi casa. Si quieren adorarlo tendrán que venir hasta aquí, lavarse bien las manos (tres veces) y hacer una reverencia al autor antes de poder apenas atisbarlo.

Buena prueba de que Ramón sigue interesando a nuevas generaciones de lectores es la reciente recuperación de El dueño del átomo, un libro de relatos del inventor de las greguerías -ese genial hallazgo que, por otra parte, ha sepultado inmerecidamente otros logros de su creador- que ahora prologa el escritor Juan Bonilla. Un volumen que se publicó por vez primera en 1928 -por lo visto, todo lo verdaderamente importante ocurrió ese año-, cuatro antes de que un físico inglés descubriera el neutrón. Así, el cuento que da título al libro anticipa los peligros de la energía nuclear y la misma bomba atómica como si de una novela de Jules Verne se tratase. Efectivamente, algo de ciencia ficción y aventuras tienen estos relatos que, como dice el prologuista, no son perfectos ni se cuentan entre los mejores escritos en lengua castellana, pero sí son un buen ejemplo del mundo particular de uno de los escritores más inclasificables de las letras universales. Y cuando digo universales me refiero a las del universo conocido y a las de los universos que estén por descubrirse.

Para terminar, permítanme una cuña publicitaria: si les interesa la figura de Ramón, escriban a Juan Carlos Albert ([email protected]), que desde hace años coordina el indispensable Boletín RAMÓN, donde tuve el honor de publicar un ensayo sobre Cinelandia hace ya un tiempo, y que pese a ser una revista que vale su peso en oro los que la hacen la distribuyen gratuitamente, en un alarde de generosidad que el propio Ramón habría aplaudido con las dos manos, la auténtica y la de goma.

El dueño del átomo está editado por Berenice.

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