¿Realidad o lógica irracional? (Carta al director)
Te sientas frente al televisor y piensas qué paradoja- y te aparecen entremezcladas imágenes reales y absurdas -¿acaso no son lo mismo?-. Hace tan solo un rato apareció Rodrigo, no el valiente guerrero de Vivar, no, el de ahora, el de traje de 800 euros, corbata de seda y mueca sarcástica. Y nos dicen que no aguanta más no se sabe qué, que se va, que abandona, con un millón y medio de euros de compensación, por supuesto, por los daños causados, enhorabuena.
Y entonces me viene a la memoria Gregor Samsa, ese desvalido hombre de seguros que un día despierta patas arriba y destila baba viscosa por entre sus dientecillos de escarabajo. Y me siento humillado, confundido, en una especie de pesadilla que es más nítida de lo que debiera, como él, creo, tampoco lo sé.
Y te vuelven a martillear colores y sonidos. De repente, oyes una palabra en desuso: cívico, y supones que se habrán equivocado, que lo que habrán querido decir es: cínico; ahora ya lo entiendes, porque hablaban de política y de políticos, de plenos que dan risa, de risas que dan náuseas y de angustias que derriten el miedo y lo hacen palpitante, a ras de arena. Y ahora me acuerdo de ese ministro de la Gobernación con el que se topa Max Estrella en el deambular madrileño de principios de siglo XX, de meretrices y chulos, de Picalagartos y demás lupanares, que le ofrece formar parte de la farsa, del juego esperpéntico en el que vivían perdón, vivimos-, tan solo con el objetivo de acallar los gritos de desesperación de ese gran poeta que unas horas más tarde morirá de frío y soledad en el portal de su casa. ¿Y esto es solo literatura?
Y te intentas abstraer, hacer como si no oyeras nada palabra que para ti es sinónimo de presente-, pero no puedes porque alguien pronuncia a lo lejos algo de un banco -ese gran amigo de la pobre clase media- que parece que ha entrado en coma, al que parece que no le llega el oxígeno, que vomita hipotecas anónimas y al que hay que reanimar como sea, qué hacemos, pues un rápido trasplante de pulmones públicos. Y su gran amiga, esa clase media a la que tú perteneces -o quizá pertenecías-, agoniza en su jergón amarillento, sobre órganos encharcados de deudas. Expira. Y, de un sobresalto, me traslado a esa escena grotesca en la que se encuentran Vladimir y Estragón hablando de sus cosas, de sus penas, de su vida, del suicidio, mientras esperan, asidos de una cuerda que aprieta, a Godot: esa bombona de aire fresco que nunca llega ni llegará. ¿Pero existe Godot? ¿Existe alguna puerta o ventana por la que escapar sin perder lo poco que nos queda? ¿Nos queda algún resquicio por el que evadirnos de esta literatura cada vez más Flaubertiana? Respondedme antes de que apague el televisor, por favor.