Recordando a Pepe Navarro
Al escribir no siempre ocurre. Algunas veces escapan importantes estrellas. Hermosas luciérnagas que han sido convocadas frente al papel en blanco para acompañar nuestro pensamiento. Ideas, imágenes, personas, lugares o acontecimientos que el espíritu escribiente reúne consigo para hospedar poco a poco en su personal edificio. Pero a veces un golpe de viento desordena las letras ladrillos, o un fugaz pensamiento, o una traidora conjunción copulativa, cambia el rumbo de esa construcción de etéreos cimientos. Entonces al cerrar la puerta del punto final y descansar en la mecedora junto a la ventana tras el trabajo siempre incapazmente perfecto, puede que uno aperciba esa luz que todavía pasea fuera de la casa. Entonces con ojos sorprendidos y afectados, sin poder remediar el torpe accidente, el pequeño descuido, la irremediable falta, nuestra prisionera alma no sabe si encogerse y llorar en silencio o si continuar avanzando confiada en las horas que nos promete el mañana.
Lo tenía en mente, entre la encrucijada de frases vehementes con las que probé a celebrar el Teatro y cuanto lo rodea. Creí tenerlo completo. Fue al recibir las palabras de Rafa Hernández cuando caí en la cuenta. Las manos de Pepe Navarro. Alguien a quien mencionar el Día Mundial del Teatro. Las manos de Pepe. Fueron ellas las que dibujaron mis facciones en varias oportunidades horas antes de salir a escena. Su particular modo de acariciar el rostro con sus dedos cubiertos de pintura facial. Recordar a Pepe, y el trabajo que realizaba en aquellos montajes escénicos, y los trazos que dibujaba en los rostros de toda aquella gente. Allí surgía también esa fuerza mágica con la que el artista asalta la calma del espíritu viandante para acompañarla al confín mítico.
No es preciso destacar ahora todos los lazos que unieron a Pepe con el teatro, ni los minúsculos hilos de tiempo que tejimos juntos. Me conformaría con que mi memoria fuera capaz ahora de recobrar con cierta lealtad cada uno de los trabajos escénicos que firmó como solicitado autor de rostros. Recordar el respeto y la satisfacción que mis preceptores escénicos manifestaban ante su colaboración. Recordar que de su visión sobre los colores, las sombras y los trazos, sobre sus observaciones acerca de las variaciones que la luz de los focos producían en el escenario en los rostros maquillados, aprendimos a desconfiar del maquillaje de fiesta sobre la escena, perdimos el miedo a una expresividad desconocida que por arte de magia aparecía sobre esa cara extraña que encontrábamos en el espejo.
Envidio, tal vez, no tener esa inspiración que Mateo Marco tiene para imprimir sobre el amasijo de letras unos sentimientos claros y hondos. Poder decir que una tarde de paseo, lejos de las estatuas y los honorables nichos, he visto una figura rodeada de luz y el día con cada uno de sus pasos se tornaba distinto.