Estación de Cercanías

Rectificación

Me equivoqué y lo reconozco. Y lo hago porque la humildad en las formas es uno de los más preciados atributos que busco en las personas, y por supuesto practico, desde el total convencimiento de que mejor nos iría a todos si esta actitud fuese moneda de cambio habitual en las relaciones humanas; es por ello que desde aquí lo comunico públicamente.
La pasada semana di por hecho que desde el Consejo de la Mujer no responderían a mis demandas, y aunque en realidad no lo han hecho, porque la respuesta que pregunta no es tal respuesta, sí han enviado un escrito, que aparece en la página 28, a la redacción de este periódico, el cual les recomiendo leer para que así cada uno de ustedes pueda forjase una opinión al respecto. Yo por mi parte, y de momento, nada más tengo que añadir, les dejo con sus palabras y las conclusiones a las cuales han llegado, pero si a alguno de ustedes les apetece el acompañarme al hipotético café al que me invitan no tienen más que decirlo, porque no creo que les importe lo más mínimo que la mesa sea grande y los asistentes variad@s, dado el enorme valor que le dan al diálogo y teniendo en cuenta el deber que tienen para con todos los ciudadanos de exponer y explicar su labor.

Pero ese es un camino todavía por recorrer, y esta semana escribo en una tarde gris y ventosa cuya climatología conduce mis pensamientos en otra dirección. Prefiero dejarme llevar por los sentimientos, no por las disputas, y es por ello que no quiero dejar de nombrar a un hombre al que ayer puse cara después de admirar desde hace tiempo su obra. Ayer puse cara al Tío Alberto, el Sr. Alberto Muñiz, fundador y alma del proyecto “Ciudad de los muchachos”, institución dedicada y empecinada en devolver a la sociedad a niños provenientes de familias desestructuradas, niños sin puntales de sustento ni ejemplos en los que mirar sus actos, que gracias al Tío Alberto han encontrado la imagen que la vida les ha negado.

Y al poner cara a la admiración pude sentir la envidia. Oscuro sentimiento que en raras ocasiones dejo que actúe sobre mí, pero en este caso era sano y me hizo pensar en la carencia que de seres humanos de ese calibre tenemos; grande por su obra, grande por su entrega, grande por su incansable labor… pero sobre todo grande por su naturalidad, por la humildad de sus formas, por la sencillez de sus gestos y por lo inalterable de su rostro y su voz. A pesar de recibir continuos agradecimientos a su labor y estar en TV, por allí no asomó la falsa vanidad del “yo no lo merezco” que se dibuja en aquellos que sí necesitan las medallas públicas para sentirse pagados; ni un palabra sonó más alta ni hubo alardes de superioridad… sólo se permitió dejar correr alguna que otra lágrima de emoción al ver a sus niños ya mayores y caminando por la vida con paso firme y sin deudas que pagar.

Y debido a esta tarde fría de sofá y tele me he encontrado con la cara más equidistante en cuanto a humildad se refiere que todos los tíos albertos del mundo pueden tener, cara que no es otra que la de la gran mayoría de los profesionales de la política para los que todo es posible gracias a ellos, a su verdad y a su razón. Y ahora que las vallas se llenan de caras, los periódicos de eslogans y los buzones de promesas no puedo evitar echar de menos la humildad y la sencillez en ellos.

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