Recuerdo que toda la granja desprendía un olor intenso como a pus animal
Me resulta un poco embarazoso lo que voy a contarte porque sé que va a sonarte raro, nena, pero ya que estamos juntos bastante tiempo y tienes tantas ganas de que te cuente una historia muy personal, digamos, algo raro, no sé, y hasta cierto punto bochornoso que no haya contado antes a nadie, pues ésta es la que tengo.
Cuando yo tenía 8 o 9 años nos llevaron a todos los niños de nuestro curso a visitar una granja por primera vez. Recuerdo que la granja era una especie de aldea ridícula de cinco o seis construcciones desordenadas rodeadas del pack completo para granjas, ya sabes, maquinaria agrícola oxidada, cajas de madera viejas, pilas de fardos de forraje, montones de basura y cosas así, pero todo con una crudeza que no tenía nada que ver con las tiernas y coloristas granjas que aparecían en nuestros libros escolares. Recuerdo que todo el lugar desprendía un olor intenso como a pus animal, y que respirar aquel aire no se volvió algo soportable hasta que pasó un buen rato. El hombre que nos atendió llevaba un mono azul sucio y un palillo entre los dientes. Tenía una cara quemada por el sol y surcada de arrugas, pero no debía de tener más de cuarenta años. El hombre nos dijo que íbamos a recorrer las instalaciones y nos iría explicando todo lo que íbamos a ver. Perfectamente ordenados, con los dos profesores que nos acompañaban flanqueando el grupo, nos dedicamos a seguir al hombre del mono azul como un obediente ejército en miniatura. Primero nos enseñó el gallinero y nos contó cosas sobre las gallinas. A continuación nos acercamos a un lugar vallado desde el que se veía un mar de ovejas comiendo hierba, y nos contó cosas sobre las ovejas. Después fuimos hasta las pocilgas, nos enseñó los cerdos y nos contó cosas sobre los cerdos. Finalmente fuimos hasta un enorme barracón donde estaban las vacas y nos contó cosas sobre las vacas. En ese lugar, y mientras miraba estremecido las enormes tetas de un par de vacas, sin darme cuenta me separé un poco del grupo, quizá solo unos pocos metros, no los suficientes para que me llamaran la atención los profesores, pero sí para quedar en cierta intimidad cerca de las dos enormes vacas. Ellas comían y me observaban mientras yo les miraba las pasmosas tetas, y no sé por qué me acerqué temerariamente un poco más, y de pronto, como si yo hubiera traspasado un línea imaginaria, pararon de masticar, me miraron fijamente y una dijo: ¡Eh, chaval, te lo advierto! ¡Se mira pero no se toca? Y la otra añadió: Grosero, ¿y por qué no nos enseñas tú la pilila? [Pausa.] En serio, nena, te juro que las vacas me hablaron. [Pausa.] ¿Lo ves? Ya sabía yo que te lo ibas a tomar a cachondeo. Tienes que saber que hay un montón de cosas en la naturaleza que todavía desconocemos. [Pausa.] Quizá eran vacas de una raza rara y ahora extinta. [Pausa.] ¡Y yo qué sé! También se extinguieron los dinosaurios, ¿y puedes tú demostrarme que no sabían hablar? [Pausa.] Pues en dinolengua, me imagino. [Pausa.] ¿Quieres la verdad? Sí, les enseñé la pilila. [Pausa.] Yo tenía 8 o 9 años, era un niño inocente e impresionable. [Pausa.] Sí, se rieron las vacas, ¿contenta? [Pausa.] No, no era un ligón pervertido y sin escrúpulos ni me pidieron quedar esa noche para tomar unas copas de la leche. [Pausa.] Sí, dijeron grosero y pilila, ¿por qué te extraña? Quizá eran unas vacas enemigas del lenguaje soez. [Pausa.] Sí, ríete, pero no todas tienen que ser como tú. [Pausa.] No he querido insinuar nada, cariño, me refería, por supuesto, al sexo femenino en general.