Cultura

Reikiavik

Se presentó el pasado sábado Reikiavik en nuestro Teatro Chapí con autoría y dirección de Juan Mayorga, a quien desde hace años se le ha calificado como nuestro nuevo gran dramaturgo nacional, del mismo modo que antes de él lo fue Sergi Belbel y antes Sanchís Sinisterra. Y entiéndanme esto, queridas personas, sin ironía alguna. Porque por unos motivos u otros, que no vienen al caso detallar en este texto, en España tenemos cierta inclinación a encumbrar periódicamente a ciertos autores o autoras dramáticos hasta el punto de eclipsar generacionalmente al resto. Y espero que estas palabras no sirvan en modo alguno para desmerecer el gran trabajo de Mayorga.
El caso es que Reikiavik no es una de las piezas más livianas de este filósofo embarcado para nuestra fortuna en el arte dramático. En la piel de Reikiavik nos encontramos con un destacado episodio del ajedrez: el duelo que sostuvieron el ajedrecista americano Bobby Fischer contra el ruso Boris Spasski. Y digo en la piel puesto que en realidad, sobre el escenario, son dos personajes que se hacen llamar Waterloo y Bailén los que se encargan de recrear estas dos personalidades, y los que se encargan a través de sus personajes a recrear aquella epopeya. Así, estos “actores” entran en un juego que les lleva no solo a asumir los roles de los dos ajedrecistas, casi alter egos; sino a interpretar al resto de personajes necesarios para ilustrar cada uno de los momentos cruciales en esta contienda. Así desde la distancia que proporciona el patio de butacas se puede observar el fuego cruzado que en plena guerra fría mantienen a través de ellos los países de ambos contrincantes, la URSS y Estados Unidos.

Es quizás el personaje del Muchacho el que nos hace entender que siempre nos encontramos en un parque donde dos hombres juegan frente a un tablero de ajedrez. Un Muchacho que es en este juego del teatro dentro del teatro, el espectador. Y a través de él podemos entender que el juego teatral necesita de público, y podemos salirnos de esta historia sobre una competición de ajedrez para adentrarnos en una historia más humana.

Resultan necesarias unas buenas interpretaciones para llevar a buen término la función, en el caso de los dos personajes centrales por la gran cantidad de personajes a representar y por el esfuerzo necesario para crear de la nada, desde una escenografía escasa y una iluminación funcional, los distintos espacios y situaciones. Algo que consiguieron con maestría César Sarachu y Daniel Albadalejo. Pero también resultó decisiva, pese a su complejidad, la labor de Elena Rayos, en el papel del Muchacho, siempre presente en escena y con apenas texto, siendo en todo momento el ancla necesaria para conducirnos por los dos planos de realidad presentados.

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