Cultura

Revista de verano. Un verano sin preguntas

Dicen que el verano es un tiempo para relajarse. Estemos de vacaciones o no, es tiempo de paseos, de baños, de cañas y tapas, de películas de madrugada; tiempo de socializarse: risas, ropa ligera y bailes. No sé quién lo dice, pero es cierto que las temperaturas, el retorno de jóvenes de las universidades y la programación de actividades invitan a ello. Pienso que como no hace falta mucha insistencia para convencernos, deberían de dirigir los esfuerzos para convencer a la otra parte: la que no duerme (la que durante las veinticuatro horas y las cuatro estaciones solo piensa en el dinero y en el poder).
Estaremos de acuerdo en que el verano tampoco es todo caña y playa. Díganselo si no a todas esas personas que deben luchar por sus negocios a veinte, treinta y cuarenta grados, o a todas esas otras que luchan por sobrevivir como en cualquier otra fecha. Y aún así, el verano es gratis y muchas de las opciones de cambiar nuestros hábitos también los son todavía. El verano está para relajarse. Si no nos hacemos demasiadas preguntas, si nos aislamos del mundo que existe más allá de los cuatro metros que nos rodean. Porque de lo contrario nos encontraremos con un Donald Trump como favorito para encabezar la lista republicana a la Casa Blanca, con los graves ataques a la prensa libre en Siria, con los crecientes ataques neofascistas en nuestras ciudades. Nos encontraremos con las manifestaciones en contra de la fiesta de la diversidad sexual, con las infames subastas de la Ciudad de la Luz, con la celebración del Día del Alzamiento Nacional más allá de las banderas con pollo; con la indiferencia al clamor popular vía subida de sueldos en algunas alcaldías, con Grecia y lo que vendrá, con un señor en el púlpito de una iglesia reclamando un hombre valiente (que nos salve de este crecimiento de partidos libertinos, agnósticos y populistas).

Porque si no nos aislamos no nos relajamos, y entonces, nos hacemos demasiadas preguntas. Y el personal más radical (no en cuanto ideologías) comienza a decir que este es un país de pandereta, que les da vergüenza vivir aquí, que no se puede hacer nada y que aquí, con el material humano con que contamos, con estas estructuras de pensamiento, con esta cultura, va a ser imposible levantar cabeza. Y eso ni es verano ni es nada. Aunque Andrés Trapiello tenía razón: si yo soy yo y mis circunstancias, soy yo el que veraneo, no mis circunstancias (por cierto, acaba de traducir el Quijote al español de nuestros días, algo que no se puede dejar escapar, al menos hojear).

Un verano sin preguntas sería mucho mejor: caracoles, cañas, un concierto, un paseo por la playa a media tarde, Dry-Martini antes de cenar… Sin temer el otoño, sin preguntarse por qué los libros escolares de segundo de primaria suman casi doscientos cincuenta euros, precio popular al alcance de cualquier sueldo mileurista (si usted se queja, querida persona, espere que la criatura llegue a la universidad... ¡Ah, no! Para entonces, dentro de una década, la clase media ya no tendremos que preocuparnos por eso).

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