Rodeada de un enjambre de ruidos como un hervidero de serpientes despertando
Yo, con sesenta y seis años, tumbada boca arriba sobre una simple toalla de color ambrosía, o rocío de miel, en agosto, como si fuera la primera vez después de décadas sometida a tu proscripción, con mis gafas de sol graduadas y los ojos cerrados, tumbada en una playa llena de gente que se baña o toma el sol o pasea, rodeada de un enjambre de ruidos que no hago el esfuerzo de desenmarañar, ruidos que transportan pedazos de supuesta felicidad
ruidos revueltos como un hervidero de serpientes despertando, o algo así, tumbada en medio del fuego a la hora del día en la que no es fácil cazar sombras, sintiendo las protuberancias de la arena bajo mi cuerpo y de algo un poco más duro bajo mi muslo izquierdo, quizá una concha, quizá una piedra, sin ganas de comprobar qué es, sintiendo una fina gasa caliente y ligeramente grasienta sobre mi piel, sintiendo las gotitas que resbalan por mi cara y mi cuello tatuándome un invisible y gozoso dibujo, respirando muy despacio y regularmente como una máquina de hospital, notando el aire caliente circular por mi interior, recorrerme, decepcionarse y abandonarme, y vuelta a empezar, tratando de no pensar pero pensando, repitiéndome el mantra íntimo No Voy A Pensar pero pensando en todos los años transcurridos a tu lado, en la suma hipnótica de horas pasadas bajo tu narcótico influjo, acatando tu interminable lista de preceptos y manías, soportando tu genio de inspector de aduanas con problemas digestivos, tus silencios esculpidos en piedras impronunciables, extrayendo a diario mis reservas de paciencia, cada vez más profundas y exiguas, por amor, me repetía una y otra vez, por algo que debe ser amor, sumando fechas como quien lleva una contabilidad secreta y vergonzosa, zurciendo en la penumbra deshilachados deseos inconfesables, noche tras noche, sin ni siquiera poder imaginar este ahora pasmoso, este aquí deslumbrante y raro tumbada en la playa que me extirpaste hace cuarenta años, manoseando la cicatriz abierta igual que una niña egoísta destapa un regalo inesperado, este estar viva aquí y ahora embriagada por el escozor de la propia herida, después de abandonarte en el momento más extraño y quizá perverso de nuestra historia, después de huir de ti y conducir varias horas sin pensar en las consecuencias, liberada violenta y repentinamente por un tornado que ha reducido a ruinas el espejismo de nuestro hogar, sin plantearme nada de lo que la sociedad pueda escupir contra una mujer que se levanta de la cama muy temprano, se desentiende del cuerpo frío y estoicamente descolorido de su marido que ha muerto súbitamente durante la noche, llena una bolsa de viaje con lo imprescindible, y después conduce varias horas para tumbarse boca arriba en la playa, simplemente tumbarse y estar, en medio de este agosto que borbotea vida con descaro, no queriendo pensar pero imaginando tu cuerpo sobre la cama, un recipiente hueco y seco vestido con los harapos de la ironía, rodeado por fin del silencio que acumulaste con la disciplina de un coleccionista neurótico, un envase vacío, por fin, del que pienso, medio arrepentida de pensarlo, que yo no sería capaz de decidir si debe echarse al contenedor de lo orgánico o al amarillo; pero aliviada, incluso contenta, [la comisura de la boca le tiembla por el sutil esfuerzo de contener una caprichosa sonrisa] de no ser yo quien tenga que decidirlo.