Cultura

s.c.h.u.b.e.r.t.s.e.r.g.i.

Asistimos a aquello que se anunció como charla-concierto sobre la vida y obra de Franz Schubert. El asunto se presentó sobre el escenario del Teatro Chapí: personal del teatro, grupo convocante y público asistente: sillas, mesas, velas, líquidos, piano y tiempo por delante. La propuesta, sin dilaciones ni ceremonias, se sugirió así: un grupo de personas dispuestas a conocer algunos detalles sobre el compositor alemán y a escuchar algunas de sus obras. Un pianista, una cantante, unas imágenes proyectadas sobre una pantalla, un técnico y un anfitrión que junto a su doble buscaron compartir su personal y sincera admiración artística con el público asistente. Antes de atenuar las luces de la sala las cartas estaban servidas.
Ha de quedar claro que no se trataba de un montaje teatral, ni de una conferencia, ni de un concierto. Tal vez de todo ello. Y aunque la sencillez estructural del evento ofrecía suficiente comodidad para todo tipo de públicos: de teatro, de conciertos de música clásica, de conferencias; alguna luz parpadeaba sofocadamente tras las cortinas destinadas a ocultarla. La música, el arte y la amistad, la comunicación, formaban el envite de la propuesta. Así, de forma cercana, como en una reunión a la que asistieran amigas y conocidos, curiosos e invitadas, en búsqueda de aquellas reuniones en las que participaba Schubert casi a diario, se prodigaron datos sobre gustos y costumbres, obsesiones y vivencias del compositor. El acuerdo de suspender los aplausos tras las interpretaciones de los lieder contribuyó a sustentar la línea de atención y a crear una atmósfera que alternaba entre la tensión emocional reprimida ante el episodio escuchado y la conciencia del acuerdo fijado que arrastraba hacia un espacio común.

Todo en apariencia se resolvió con naturalidad. El pianista, David Casanova, comentaba sus preferencias, compartía abiertamente las dificultades que se le presentaban al interpretar las piezas. La cantante, Mª Dolores Adela, que reconocimos como gran experta en el autor, se mostraba tranquila y afrontaba cada pieza alejada del virtuosismo, arropada por la sensibilidad e intención que ofrecía la música y texto del momento. Y Sergi Fäustino, asistido por un maniquí a su imagen y semejanza, orquestó con aire natural, con formas de quien apenas conoce el mundo escénico, el encuentro. Era en esa actitud, compartida por sus acompañantes, donde residió gran parte de la magia que hizo posible el espectáculo. Una verdad aparente que no acostumbra a visitar el escenario, una verdad que gana por su sinceridad y por su valoración del trabajo ofrecido, pero una verdad que por ser de tan fácil digestión esconde un gran trabajo dirigido al encuentro y la comunicación con el personal asistente. Una gran experiencia que explota acertadamente un género en el espacio escénico, creando un mundo imbatible por los medios donde más ha prodigado dicha materia.

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