Saco mi móvil de oro grabado con el lema de las últimas elecciones
Estoy soñando, sé por alguna extraña capacidad o sentido oculto que estoy soñando, que nada de lo que me rodea es real y que no debo estar ahí, pero cuando voy a decirle al vigilante o guardaespaldas o quien sea que está a mi lado plantado como un pasmarote y con una actitud poco tranquilizadora o incluso amenazante que yo no debo estar ahí, que todo es un lamentable error
que yo soy una alta autoridad política que viajo a no sé dónde a inaugurar un museo o cualquier otro mamotreto tan innecesario como hábilmente caro y horroroso y que me he quedado dormido en el confortable asiento climatizado de cuero negro mientras repasaba mi calculado, vacío y sonoro discurso, cuando voy a decirle todo eso y a poner las cosas en su sitio y a terminar con esa absurda situación de una vez por todas me doy cuenta de que no puedo hablar, de que no salen sonidos de mi boca, de que la tengo como pegada o anestesiada o borrada, y me da un golpe de pánico, de verdadero y genuino pánico, ¿tú has sentido alguna vez verdadero pánico, como si todo tu ser estuviera a punto de ser masticado por una criatura cósmica e informe? Pues así me siento yo en ese momento, invadido por un terror indescifrable y metafísico a quedar incomunicado eternamente y no poder explicar la naturaleza del angustioso equívoco. Y entonces sorpresiva e inevitablemente me viene a la cabeza la imagen de esas pobres personas que no pueden hablar y tiene que aprender ese lenguaje que se hace con las manos y que les hace parecer tan excéntricos e incluso histriónicos, y que, aunque nunca creí que pensaría lo que estoy pensando en ese momento, les envidio humildemente, como si lo que hasta ese día había considerado un fastidio afortunadamente ajeno ahora fuera un superpoder o una gracia divina. Y así estoy, rebozado de pavor y sintiéndome ridículo al imaginar la expresión de mi cara vista desde una puerta entreabierta, cuando caigo en la cuenta de que puedo escribir en una libreta para hacerme entender, o incluso mejor, mandar un mensaje de texto a alguien de confianza para que me rescate de esa pesadilla, e inmediatamente, peleándome con los espasmos que mis descompuestos nervios me provocan, saco mi magnífico móvil bañado en oro y grabado exclusivamente con el lema de las últimas elecciones regalo de los pelotas que intentaban impresionarme y cercar mis dominios y que rápidamente destituí, y busco en la agenda el teléfono del presidente del partido, pero cuando intento darle a los botones me doy cuenta de que no sé poner una letra detrás de otra en el orden que quiero, como si fuera un vulgar lisiado, y que por mucho que intento construir frases coherentes solo me salen expresiones inconexas y aparentemente faltas de significado como Tal Gu Ju Guar Jur Til Tel Gur Teal, y ya estoy a punto de romper a llorar de desesperación cuando el móvil vibra y repiquetea con la versión dolorosa de A Las Barricadas, dato inequívoco de que el presidente del partido me está llamando. Con alivio y temor pulso la tecla verde y escucho Gracias De Nada Gracias De Nada en un bucle hipnótico, y entonces comprendo que el partido ha decidido que por el bien de todos me quede mudo en mi pesadilla y nunca despierte.