Sangre y arena
De la segunda creo que lo justo para llenar el albero que acoge la muerte. De la primera toda la imaginable, abriéndose paso a través de un profundo boquete en el lomo del toro y que, cual surtidor, la extrae de su cuerpo para acercarle a la debilidad que encarrile su fin, alejándole, en contra del mito, de esa igualitaria fuerza que nos han vendido entre hombre y toro, pues esa lucha de energías solo se presenta en la primeras carreras del astado por el ruedo en una corrida de toros.
El resto, hasta el sacrificio del toro, es una continua merma de su potencial, para resultar presa fácil, y allanar el camino para que los que se llevan millones por cada faena la concluyan en muerte, tal y como se espera en los tendidos, desde los cuales, aficionados los menos, festeros y juerguistas los más, piden, pañuelo en mano y no contentos con su cruel muerte, que se sigan despedazando al animal arrastrados por un espectáculo que solo mira a las luces de los trajes del toreador, porque, para justificar esta unidireccionalidad que obvia la extrema crueldad, el animal ha nacido y ha sido criado para esto.
Se pueden contar como excepcionales en mí las ocasiones en las cuales me asoma el radicalismo, pues ni me gustan ni me fío de ellos, menos aún cuando ciegan y oscurecen buenas intenciones, mejores ideas y necesarias posiciones de entendimiento y tolerancia, por lo que me cuesta un enorme esfuerzo colocarme por esa acera, pero en esta cuestión la evidencia y la asistencia en vivo a una de estas corridas de toros, para poder opinar desde el conocimiento en primera persona y no tocar de oído, superaron con creces mis negros presentimientos que intuían el resultado.
Siempre, antes de emitir sentencia ante determinados hechos y sobre aquellos que los realizan, y lo que pueden significar para algunos, y sobre todo, ante la esencial valoración que siempre aplico al derecho a la libertad de cada uno, miro todos los derivados de lo arriba expuesto, someto a interna votación los pros y las contras, intento hacer un ejercicio de empatía que me coloque al otro lado del cristal, y en bastantes ocasiones logro encontrar ese punto de la balanza que equilibra, quitando de un lado para poner en otro las pesas que la dejen en línea recta, pero en este caso, por mucho que quiera restar para igualar, es tan enorme la diferencia que se ha creado entre ellas que se me hace imposible el equilibrio y la aceptación bajo el nombre de fiesta de este arte de matar, y algunas veces de morir, para el artista.
Y es en esa observación de la muerte del hombre frente a la del animal, donde después de muchas vueltas se ha activado el clik que ha inclinado definitivamente la báscula. Fue en días pasados, tras la muerte de un mozo en Pamplona, cuando me percaté de que, una vez descontada la pena por la juventud del chaval, sólo me repetía sin ápice de remordimiento aquello de ahora les ha tocado a ellos, unos por otros; sin dramatismo, sin sentimentalismos, sólo hablaba en mí la rabia de la muerte contraria, la montera cayó boca arriba para el corredor y consideré su muerte merecida. Y por muy amante de los animales que sea, y por muy defensora de sus derechos, que los tienen y se los debemos otorgar obligatoriamente como especie viva con la que compartimos la azul esfera y por los que estamos llamados a luchar, disfrutar desde la venganza la muerte humana me parece tan bárbaro, descuadrado y ausente del lógico sentir, como la muerte del toro. Toros NO.