Se coloca detrás de mí y empieza a seccionar la base de mi cráneo con su escalpelo
Me han depositado sobre la brillante mesa de acero inoxidable, con cuidado, como si fuera una ofrenda. Estoy muerto, felizmente muerto. Las luces son blancas y cegadoras como la mente rebosante de júbilo y gratitud. Al poco aparece ella, la patóloga forense. Incluso cubierta por todo el equipamiento obligatorio, que solamente deja sus ojos y sus orejas al descubierto, la gracia de su figura lo llena todo.
Y por supuesto están esos ojos, del color del chocolate amargo, con su permanente y húmedo brillo que te lleva a imaginar planetas lejanos fermentados de vida. Su mirada me estudia con cuidadosa profesionalidad. Me lava y busca en mi piel signos que le hablen. Me siento arder bajo su clínica atención. Examina mi cuerpo como una sonda espacial sobrevolando un solitario cometa en busca de vida. La vida ya se la había dado, ahora le entrego mi cuerpo, que ella limpia con delicadeza. Inclinada sobre mi pecho toma datos para el informe, donde envejecerán sabiendo que son las últimas palabras con sentido sobre mí. Ahora ella se coloca detrás de mi cabeza y empieza a seccionar la base de mi cráneo con su escalpelo. Está tan cerca, que creo poder respirar su aliento cautivo. Cuando termina de realizar la incisión, que va de oreja a oreja, levanta parte de mi cuero cabelludo y lo voltea y apoya sobre mi cara. Toma muestras de mi cerebro, que observa con minuciosidad y después mete en frasquitos de vidrio. Cada trocito es un recuerdo enigmático, una parte de un mensaje incompleto. Un cuerpo es un mapa del tesoro para los de su profesión. Que yo fuera su ayudante durante más de un año, hasta hoy, no le va a hacer temblar el pulso ni quebrar el juicio. Y eso es lo que deseo. Sé que no va a dejarse llevar por las emociones, que va a hacer su trabajo con limpia y meridiana exactitud. Rodea la mesa y se coloca en un costado. Revisa las partes blandas y óseas de mi cuello. A continuación realiza una incisión longitudinal desde ahí hasta la sínfisis de mi pubis siguiendo la línea media, separa las partes, y retira la parrilla esternocostal. Observa mis órganos. Sus ojos del color del chocolate amargo ven todo aquello de mí que nadie antes ha visto. Cada persona solamente llega a entender una parte minúscula sobre la vida y sobre sí. Es parte del drama. Y cada persona solamente llega a entender una parte insignificante de lo que es, de qué es en el orden inconmensurable de todo lo que es. Pero hay momentos de plenitud, momentos que disipan esa frontera. Retira mis intestinos, los corta y deposita sobre una bandeja. Corta mi diafragma y empieza a fluir sangre espesa. Me introduce un aspirador, y la sangre recorre el tubo en remolinos, llega a la pila y desaparece por el desagüe dejando sobre el acero inoxidable el borrón de mis palabras silenciadas. Retira mis pulmones, mi hígado y mi páncreas. Los riñones parecen amoratadas comillas que encerraran una frase no dicha. Ella tiene gotitas de sudor en la frente. El gorro desechable no retiene todo su cabello, y un mechón negro le dibuja una coma en su sien. El cuerpo de uno puede estar ya casi vacío, pero lleno de pasión inmaterial. Su mano izquierda sostiene mi corazón dentro de mi pecho y su mano derecha corta venas, arterias y músculos para retirarlo. Su rostro no muestra más que una tensión científica, pero ella mira mi corazón y yo sé que ve con claridad las causas de mi muerte. Sé que ve en él los estragos de la sobredosis de su amor, del infinito veneno de su amor, antes de etiquetarlo y murmurar mi nombre por última vez.