Testimonios dados en situaciones inestables

Siempre he sido bajita, insulsa y transparente a pesar de mi obesidad

Yo [mirada perdida al suelo, a un punto inconcreto entre sus dos zapatos] nací hace cincuenta y cinco años en la modesta ciudad de Villena, en una familia de zapateros mal asalariados que de tan humilde era casi invisible, podría decirse que imaginaria, y en la que el lunes duraba hasta el domingo hacía las seis de la tarde, momento en que éste se materializaba de una forma brutalmente comprimida y devastadoramente triste, de modo que te encontrabas en medio de dos sentimientos enfrentados, pues no querías que llegara el lunes con su tenebroso transito a un nuevo periodo de infelicidad, pero también querías que llegara y acabara con el destructivo vacío de ese momento y abriera un nuevo ciclo que, aunque traumático y maníaco-depresivo, creara la ilusión de que caminabas hacia algún lado; de que caminabas.
Mi padre [mirada a las manos que están anudadas grotescamente sobre sus rodillas], hombre callado y desprovisto de cualquier idea de porvenir, se evadía del mundo escuchando la radio mientras miraba la pared desnuda de la salita. Sí, se anulaba con esa especie de yoga barato para que no hubiera nada en él a lo que el mundo pudiera hacer daño. Y así murió hace tres años, invalidado completamente, quizá ya desde el origen. Mi madre tuvo un breve y convencional periodo de felicidad en su juventud, un corto verano comprendido entre dos pobres bailes de barrio: en el primero conoció a mi padre y en el segundo se quedó embarazada de él. Y a partir de ese momento su cuerpo fue arrasado por cuatro hijos y su voluntad enterrada por el viento de aquel país desecado hasta los huesos por su historia [mirada a un foco cegador colgando en un horizonte brumoso]. Ahora es ella la que está desecada y congelada en un presente sin tiempo por culpa de un alzhéimer que la ha sepultado con sus recuerdos, que en realidad parecen, por la profusión de repeticiones, uno solo. [Mirada de frente, entre abatida y desafiante.] Yo fui la menor de cuatro hermanos y la única mujer. Siempre he sido bajita, insulsa y transparente a pesar de mi obesidad. Nadie se ha fijado nunca en mí, igual que en el extra fugaz que rellena una décima de segundo la centésima parte de un fotograma. Y toda mi vida he sido una cobarde, invalidada completamente desde el origen, abocada a repetir, y legar a futuras y grises generaciones, el error que heredé. O eso creía hasta hoy, cegada por la oscuridad. Porque ahora me doy cuenta de que todo esto tenía un cometido, una función más elevada que yo misma. Todo esto que llamo mi vida, todas las penalidades que mi familia ha sufrido año tras año, día tras día, hora tras hora, minuto tras minuto [mirada pomposa a un público que debe estar ahí, pero que nadie ve nunca], toda esta historia ha sucedido solamente para lo que una historia en realidad y hoy en día puede suceder: para ser vendida. Compren esta historia, señores. Es perfecta para una película dramática. Veo en mi papel a Renée Zellweger envejecida y gorda, pero resultona y campechana, vestida con la prodigiosa imitación de un mugriento guardapolvo, intentando suicidarse con el último litro de disolvente después de limpiar cuatrocientos pares de toreras en charol. Compren esta historia, señores, es lo único que tengo.

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