Sin comentarios
En un afán de quitarme el aburrimiento extremo y dominguero opté por deambular a la buena de Dios por las calles de esta nuestra patria chica (Villena). Así, como el que no quiere la cosa, tomando algo en un sitio quiso el destino que coincidiese con un personaje de esos cuyos problemas han de encasquetar a cualquiera. ¡Me estaría esperando, supongo!
Tras un diálogo para besugos mutuo (la liga, la champions, las manidas Fiestas...), comenzó a comentarme lo mal que está la vida (la suya, claramente), y gracias a no sé qué sacó a relucir lo que siempre reluce en estos intercambios culturales a tope: lo malogrado que estaba el nota, de lo cual, por lo que se ve, tenía yo toda la culpa. ¡Edificante, vamos!
Debido al tremebundo soliloquio que me estaba proporcionando decidí optar por el viejo truco del sí porque sí. Ni por esas. Argumentaba que no podía llegar a fin de mes (cosa que estaba haciendo, pues ya rondaba el calendario la treintena), porque la hipoteca (la de él, no la mía) le jodía el bolsillo cada vez que la pagaba. Que alguien me explique por qué a mí me tocó esto. Puestos a pensar, me puede parecer que esta gente atormenta de tal manera el cerebro ajeno por si a algún alma caritativa le da por pagársela. No es mi caso, por cierto.
La culpa de estar hipotecados de por vida solamente la tienen los que embarran hasta el cuello con la pretensión de hacer ver o aparentar lo que desean ser sin serlo en absoluto, esto es, ricos.
Esta afirmación mía la constata el hecho de que al ir a pagar su consumición (el dolor de testa corre por mi cuenta), sacó de la buchaca un pegote de billetes ya se hablarían entre ellos del tiempo juntos que para sí lo quisiera un ladrón. No hace falta mencionar que presuroso me fui al meadero, no sin antes ni invitarlo ni pagarle la deuda con el banco. No soy un cortarrollos.
Y como el día acaba, éste que lo es se va a acostarse entre las cuatro esquinas que tiene su cama. Lo dicho, a nadie que le pase. Hasta más ver, pues. ¡Au!