Sin malos humos
Cuando uno se va de viaje lo primero que debería dejarse en casa son los prejuicios. Aunque también hay quien opina que lo suyo es meterlos antes que cualquier otra cosa en la maleta a fin de tenerlos bien a mano llegada la inevitable hora de contrastarlos con la cruda realidad que uno ve con sus propios ojos
Que ve, que oye o que huele, pues para hacerse una idea de-lo-que-sea cualquier sentido vale. Y más en este caso, pues cuando uno aterriza en Marruecos y comienza a patear sus calles y zocos lo primero que le hace saber que se encuentra en otro lugar es un olor muy característico. El olor de sus calles, de sus gentes, de su hachís y de las cientos de variedades de especias que confieren a su cocina infinidad de matices y sabores desconocidos por estos parajes, al menos para el que suscribe. En especial una, el cilantro, omnipresente en todos los platos como acompañamiento y cuyo peculiar olor te acompaña desde el principio hasta el final del viaje.
En cualquier caso, ni soy Miguel de la Cuadra ni tengo yo todavía la cabeza para ir componiendo una especie de Cuaderno de Viaje, algo que ya veremos si hago durante las próximas semanas. Más que nada porque entre tanto olor ajeno a los que habitualmente me rodean, el que más me ha gustado no tiene nada de peculiar ni de exótico, no es sugerente ni extraño ni nada por el estilo, aunque en esta España tan moderna de hoy en día lleva camino de convertirse en un olor proscrito, de parias y apestados, un aroma delincuente capaz de condenar a quien lo emita al más absoluto de los ostracismos.
Como algún lector avezado habrá podido imaginar, estoy hablando del olor del tabaco, antaño tan característico y enraizado en nuestra cultura en nuestras celebraciones, en nuestros hogares, en nuestros bares y restaurantes, en el fútbol y en los toros y hoy en día demonizado por los Guardianes de la Salud, delegados gubernativos de esta España convertida a fuerza de euros y privatizaciones en una provincia aventajada del Imperio, lo que por obra y gracia de no sé qué vínculos atlánticos nos convierte en los primeros en importar cualquier costumbre o moda yanki, por absurda que ésta fuera o fuese.
Y es que, cuando aún no has acabado de asimilar eso de que en los bares y restaurantes el fumar se va a acabar (y esta vez va en serio, que hasta en las bodas van a regalar botellitas de mistela a falta de espacio para calzarse un buen puro ), tienes la desgracia de conocer en toda su extensión el alcance de los designios de la malvada Elena Salgado, capaz de habilitar un par de puntos para fumadores ridículos (he visto casetas de perro mayores) en la inmensidad de la nueva terminal del aeropuerto de Barajas, la famosa T4, donde cuando uno se pierde lo mejor que puede hacer es pararse, encender un cigarro y esperar que pase algún hada con la chaquetita verde pistacho para señalarte el camino de baldosas amarillas.
Pero ni por esas. No se fuma en el trabajo, no se fuma en los restaurantes, no se fuma en los aeropuertos, no se fuma en los aviones ni en los trenes
En España, siguiendo las directrices del Imperio, ya no se fuma, por lo que visitar alguna de las provincias rebeldes lleva consigo un valor añadido para nada desdeñable: el placer de volver a sentirte libre disfrutando de algo que hasta hace nada podías disfrutar igualmente aquí, sin Ministras que te agobien ni hosteleros sometidos a la dictadura de las leyes.